Leyendo las noticias de los últimos días, se me cae el alma a los pies. Casi me entran ganas de irme –si pudiera, claro– a algunos países de África o de Asia, donde los ancianos todavía son venerados. Aquí en Europa parece que son material sobrante. La mayoría de los fallecidos por Covid-19 son ancianos internados en geriátricos y residencias a los cuales se les ha negado en muchos casos el traslado a los hospitales para una atención médica en condiciones. El mensaje que se trasmite es muy claro: “No vamos a gastar tiempo y dinero en alguien que ya ha vivido. Cedamos el puesto a los más jóvenes”. No exagera nada el papa Francisco cuando habla de la “cultura del descarte” en relación con los ancianos y los niños. Todo se mide en términos de productividad. Dado que un anciano no produce nada y exige muchos y costosos cuidados, lo mejor es que desaparezca cuanto antes. Si un virus hace el trabajo sucio, mejor; si no, habrá que inventar formas sofisticadas de eutanasia. Sé que son palabras duras, pero no lo suficiente como para denunciar la tiranía de la nueva ingeniería social. Lo peor de todo es que se disfraza de realismo, compasión, ética y otras lindezas que solo convencen a los que ya están convencidos. No caemos en la cuenta de que –como decía Jesús– “quien a espada mata, a espada muere” (Mt 26,52). Quienes se comportan de este modo con los ancianos, probablemente van a recibir el mismo trato discriminatorio cuando lleguen a la ancianidad.
Vivimos en Occidente una cultura que –a diferencia de la de otras épocas o la de otros lugares– exalta al joven (aunque solo sea para explotarlo comercialmente) y descarta al anciano, a menos que parezca joven. Muchas personas quieren ser eternamente jóvenes, lo cual, aparte de ser un ideal imposible y ridículo, va en contra de la dinámica de la vida, que tiene sus etapas. Cada una de ellas –como bien señalaba el psicólogo Erikson– tiene sus propios desafíos. La madurez es un concepto relativo. Somos maduros si aprendemos a resolver el conflicto propio de la etapa de la vida en la que nos encontramos. En este sentido, hay niños, jóvenes, adultos y ancianos maduros. Y también niños, jóvenes, adultos y ancianos inmaduros. La madurez no la dan automáticamente los años, sino la capacidad de afrontar las exigencias de las diversas edades de la vida. Exaltar una edad en detrimento de otras significa ir contra la vida misma. Las culturas más desarrolladas son aquellas que son capaces de respetar y armonizar todas las edades en una bella sinfonía de humanidad.
Como cristiano, me rebelo contra el nuevo dogma social que, de manera más o menos sibilina, proclama que “ser anciano es un delito” que debe ser castigado con el abandono o la indiferencia. Si algo supuso el cristianismo en los primeros siglos, fue un canto a la vida en todas sus fases y formas, porque la vida es siempre un don de Dios, “amigo de la vida”. Lo que hizo revolucionario al cristianismo al principio debe hacerlo revolucionario hoy. No podemos doblegarnos a las ideologías y políticas que, por razones materialistas, pretenden arrinconar a los ancianos. La terrible experiencia vivida durante los meses más duros de la pandemia debe abrirnos los ojos. A veces, los seres humanos solo reaccionamos cuando el mal muestra sus garras con crueldad. Hemos vivido historias muy tristes de incuria y encierro. (También –digámoslo todo– historias hermosas de cariño por parte de cuidadores y cuidadoras). Es hora de tomar medidas que impidan que se repita algo semejante. Algunos gobiernos ya lo están haciendo.
Pero, más allá de las medidas legales, sanitarias y sociales, lo fundamental es cambiar de mentalidad. Los ancianos no son estorbos que nos impiden gozar de la vida con libertad, sino tesoros que nos recuerdan la belleza y la fragilidad de este don que todos hemos recibido gratis. Hay un proverbio africano que dice que “cuando muere un anciano, desaparece una biblioteca”. Es una forma de aludir a la sabiduría que se va con él. Quizás en el contexto europeo podríamos decir que “cuando se muere un anciano, desaparece una reserva de humanidad” en tiempos en los que no andamos muy sobrados de ella.
Vivimos en Occidente una cultura que –a diferencia de la de otras épocas o la de otros lugares– exalta al joven (aunque solo sea para explotarlo comercialmente) y descarta al anciano, a menos que parezca joven. Muchas personas quieren ser eternamente jóvenes, lo cual, aparte de ser un ideal imposible y ridículo, va en contra de la dinámica de la vida, que tiene sus etapas. Cada una de ellas –como bien señalaba el psicólogo Erikson– tiene sus propios desafíos. La madurez es un concepto relativo. Somos maduros si aprendemos a resolver el conflicto propio de la etapa de la vida en la que nos encontramos. En este sentido, hay niños, jóvenes, adultos y ancianos maduros. Y también niños, jóvenes, adultos y ancianos inmaduros. La madurez no la dan automáticamente los años, sino la capacidad de afrontar las exigencias de las diversas edades de la vida. Exaltar una edad en detrimento de otras significa ir contra la vida misma. Las culturas más desarrolladas son aquellas que son capaces de respetar y armonizar todas las edades en una bella sinfonía de humanidad.
Como cristiano, me rebelo contra el nuevo dogma social que, de manera más o menos sibilina, proclama que “ser anciano es un delito” que debe ser castigado con el abandono o la indiferencia. Si algo supuso el cristianismo en los primeros siglos, fue un canto a la vida en todas sus fases y formas, porque la vida es siempre un don de Dios, “amigo de la vida”. Lo que hizo revolucionario al cristianismo al principio debe hacerlo revolucionario hoy. No podemos doblegarnos a las ideologías y políticas que, por razones materialistas, pretenden arrinconar a los ancianos. La terrible experiencia vivida durante los meses más duros de la pandemia debe abrirnos los ojos. A veces, los seres humanos solo reaccionamos cuando el mal muestra sus garras con crueldad. Hemos vivido historias muy tristes de incuria y encierro. (También –digámoslo todo– historias hermosas de cariño por parte de cuidadores y cuidadoras). Es hora de tomar medidas que impidan que se repita algo semejante. Algunos gobiernos ya lo están haciendo.
Pero, más allá de las medidas legales, sanitarias y sociales, lo fundamental es cambiar de mentalidad. Los ancianos no son estorbos que nos impiden gozar de la vida con libertad, sino tesoros que nos recuerdan la belleza y la fragilidad de este don que todos hemos recibido gratis. Hay un proverbio africano que dice que “cuando muere un anciano, desaparece una biblioteca”. Es una forma de aludir a la sabiduría que se va con él. Quizás en el contexto europeo podríamos decir que “cuando se muere un anciano, desaparece una reserva de humanidad” en tiempos en los que no andamos muy sobrados de ella.
Es un tema que hace pensar… No podemos elegir como envejeceremos, pero sí que podemos poner todo lo que esté de nuestra parte para envejecer bien, cuidando la salud física, la psicológica y la espiritual que nos lleve a sembrar y recibir paz y amor que nos ayude a vivir una vida serena y tranquila hasta el final.
ResponderEliminarMe da miedo que, con el tiempo, cada vez se envejecerá peor, por la manera de vivir actual ya desde la juventud. El egoísmo que lleva a querer más y más, el consumo de ciertas sustancias… todo va en deterioro de nuestra salud.
Gracias Gonzalo por tu reflexión.