Cuando las previsiones de futuro cambian casi cada día, se produce una gran inseguridad. La tentación es refugiarse en el recuerdo del pasado. Las personas de mi edad y más años podrían decir: “¡Que me quiten lo bailao!”. Han acumulado suficientes experiencias
como para dar por amortizada (o casi) esta vida terrena. Pero, ¿qué pasa con los niños y
adolescentes que se están abriendo camino en un campo minado? ¿Hay futuro
para ellos? ¿Qué tipo de futuro? ¿Podrán llevar a cabo sus sueños? ¿Les servirá
para algo lo que ahora están estudiando? ¿Qué tipo de trabajo podrán realizar? ¿Qué
modelos relacionales se abrirán camino en los próximos años? La pandemia que
ahora vivimos, ¿es solo un accidente que no se volverá a repetir o es, más
bien, el comienzo de una serie de calamidades para las que los seres humanos no
estamos preparados? No hace muchos años, el futuro se veía como algo prometedor.
Todavía conservábamos la esperanza de que la humanidad podría progresar indefinidamente. Pensábamos que ya no era necesario creer en el cielo. El más allá de Dios había sido sustituido por las utopías terrenales de una sociedad sin clases, un mundo tecnificado o la paz universal. En ese contexto, Ernst Bloch
pudo escribir su voluminoso libro El
principio esperanza. Ahora las cosas no están tan claras. Otro filósofo
podría escribir algo parecido a El principio incertidumbre. No están los ánimos como para
lanzar las campanas al vuelo. Nos hemos vuelto más precavidos y desconfiados. Quizás también más pesimistas.
Cuando nos toca
afrontar una encrucijada como esta, ¿cómo orientarnos? ¿Cómo encontrar el
necesario sosiego para no hundirnos? Los creyentes mantenemos nuestra fe en el
Dios de la historia. Esto significa que reconocemos la presencia de Dios en el
pasado. Cuando hacemos memoria de los buenos momentos vividos, de los muchos
signos del amor de Dios en tantas experiencias de nuestra vida, nos brota espontánea
la acción de gracias. Es verdad que en toda vida humana se alternan los
momentos felices con los grises y aun con los dolorosos, pero, por lo general, la
mirada compasiva acaba dando al pasado un tono de gratitud. Cuando miramos el presente,
carecemos de perspectiva para juzgar lo que estamos viviendo, pero también reconocemos
la presencia de Dios en los avatares de la historia, incluso en tiempos del
coronavirus, aunque nos resulta más difícil. Cuando oteamos el futuro, ¿seremos
también capaces de ver a Dios en el futuro? ¿Nos queda fe como para creer que
la historia, por enigmática que parezca, no se le escapa a Dios de las manos?
Los mismos que confesamos a Jesús como el “alfa” (el principio de todo),
¿seguiremos confesándolo como el “omega” (la plenitud y consumación)?
Es bastante
normal que cada generación crea que tiene que lidiar con el momento más difícil
de la historia. La mayoría de quienes padecemos ahora la pandemia no vivimos,
por ejemplo, las muertes masivas de la gripe de 1918, ni los desgarros de la
guerra civil española o de la segunda guerra mundial. En aquellos momentos
muchos pudieron pensar que el mundo se acababa. Y, sin embargo, la vida se abrió
camino. También hoy crecen las voces de quienes pronostican un inmediato fin
del planeta Tierra a causa del calentamiento global, de una hecatombe nuclear,
de una pandemia incontrolable o de una cadena de cataclismos. No faltan
indicadores que nos empujan en esa dirección. Y, sin embargo, tendríamos que
actualizar las palabras de Jesús: “Cuando
oigáis hablar de guerras y de rumores de guerra, no os alarméis. Eso tiene que
suceder, pero no es todavía el fin” (Mc 13,7).
Lucas, haciendo gala de una profusión de símbolos, nos ofrece unas palabras aún más alentadoras: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra la angustia se apoderará de los pueblos, asustados por el estruendo del mar y de sus olas. Los hombres se morirán de miedo, al ver esa conmoción del universo; pues las potencias del cielo quedarán violentamente sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21,25-28). Jesús nunca invita a tener miedo ante el futuro, sino a vigilar, orar y mantener encendida la esperanza. El final se presenta en términos de liberación, no de destrucción. El creyente no hace suya, pues, la cínica y divertida frase de Peter Ustinov: “La última voz audible antes de la explosión del mundo será la de un experto que diga: es técnicamente imposible”.
Lucas, haciendo gala de una profusión de símbolos, nos ofrece unas palabras aún más alentadoras: “Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra la angustia se apoderará de los pueblos, asustados por el estruendo del mar y de sus olas. Los hombres se morirán de miedo, al ver esa conmoción del universo; pues las potencias del cielo quedarán violentamente sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21,25-28). Jesús nunca invita a tener miedo ante el futuro, sino a vigilar, orar y mantener encendida la esperanza. El final se presenta en términos de liberación, no de destrucción. El creyente no hace suya, pues, la cínica y divertida frase de Peter Ustinov: “La última voz audible antes de la explosión del mundo será la de un experto que diga: es técnicamente imposible”.
Hola Gonzalo, gracias por ir aportando puntos de luz en medio de toda la confusión en que vivimos.
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