En muchas parroquias americanas (tanto en el norte como en el centro y en el sur del continente) suele haber una especie de club social donde los cristianos se reúnen después de las celebraciones para encontrarse, dialogar, tomar algo y, en días señalados, organizar fiestas y campañas de diverso tipo. Esta práctica contribuye mucho a estrechar lazos entre las personas
y a fortalecer el sentido de cuerpo, de manera que la Eucaristía adquiere otro significado.
En Europa no es común. Las personas, una vez terminada la misa, suelen ir al bar o regresan a sus
casas. Cualquier celebración que dure más de 45 minutos resulta excesiva. Se ve como un tiempo robado a actividades más interesantes. Uno
llega a la iglesia, cumple con lo mandado y se va. De continuar así, llegará un día (si es que no ha
llegado ya en muchos lugares) en que el sentido de comunidad cristiana se evaporará y las
celebraciones serán ritos insignificantes de mero consumo individual. Por eso, me parece
necesario que la vuelta al ritmo litúrgico ordinario tras la larga fase de
confinamiento coincida con propuestas imaginativas que ayuden a las personas a elaborar
la experiencia vivida y abrir nuevos caminos. Una de estas iniciativas, ya
ensayada con éxito en otras partes del mundo, es la de crear “lugares de
encuentro” en los que la gente se pueda sentar a hablar, tomar algo, celebrar y
alumbrar proyectos conjuntos.
Es verdad que muchas parroquias tienen los llamados “salones parroquiales”
para catequesis y otras actividades, pero, por lo general, se trata de locales muy poco acondicionados para el encuentro. Ni la iluminación ni la decoración invitan
a sentirse en casa. Suelen ser lugares anodinos, desangelados y pequeños. Más
parecen aulas que verdaderos lugares de encuentro. Las parroquias que han
sabido crear lugares sencillos y bellos y han favorecido su uso, suelen tener más base
comunitaria y alumbran más proyectos evangelizadores y solidarios. En este tiempo de “desescalada” en el que la gente necesitará hablar,
compartir lo que ha vivido, celebrar la vida, recordar a los que se han ido, preocuparse
de los necesitados… se necesita una nueva pastoral. Algunas diócesis (conozco
las sugerencias de la diócesis de Roma, por ejemplo) ya se han puesto manos a
la obra. Pero me temo que en muchas parroquias se va a continuar como siempre, con
lo cual habremos desperdiciado la oportunidad de empezar algo nuevo, de propiciar
que la gente sugiera líneas de futuro a partir de sus experiencias. El papa
Francisco insiste mucho en que la Iglesia de este siglo, si quiere tener vitalidad,
debe ser una Iglesia “sinodal”; es decir, una Iglesia en la que todos los
cristianos caminemos juntos y nos enriquezcamos mutuamente. ¿Cómo es posible
poner en práctica esta sinodalidad si no hay “lugares de encuentro” (amplios,
limpios, acogedores, hermosos, abiertos)?
La pandemia está dejando a muchas personas en el borde, descartadas. Necesitan
comida, ropa, etc., pero, sobre todo, espacios en los que se sientan acogidas,
escuchadas, integradas en un grupo humano. Las parroquias que tomen la iniciativa
(algunas lo están haciendo ya de manera espléndida), contribuirán a
afrontar la crisis con esperanza y eficacia. Si las parroquias se convierten en “lugares
de encuentro”, el Evangelio resonará de otra manera en las vidas de muchas personas
que siguen considerando la parroquia solo como un centro al que se acude en
algunos momentos para celebrar los “ritos de pasaje”. Y cada vez menos. Para
que estos “lugares de encuentro” no se reduzcan a un mero club social donde la
gente charla y bebe, se necesitan dos puertas: una abierta a la oración y otra
al servicio de los necesitados. En otras palabras, los “lugares de encuentro”
tienen que propiciar que las personas se abran a una experiencia del Misterio
de Dios en el silencio de la oración (personal y comunitaria) y en el encuentro
directo con realidades que a menudo están lejos de nuestra vida cotidiana: el
desempleo, el hambre, la enfermedad, el fracaso escolar, la inmnigración, la discriminación,
etc. No nos juntamos solo para sentirnos bien y compartir lo que hemos vivido,
sino para caminar juntos hacia los dos lugares en los que Dios se manifiesta
con más fuerza, también en el seno de nuestras sociedades secularizadas: el
silencio de la oración y el encuentro con las personas “descartadas”.
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