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martes, 7 de abril de 2020

Amigos y traidores

Me alegro de que las noticias positivas sobre la pandemia vayan ganando terreno a las negativas. Espero que sea un fiel reflejo de la realidad y no solo un ejercicio de maquillaje informativo. Y, sin salir de este asunto, me sorprende mucho cómo Grecia ha conseguido contener la expansión del coronavirus. Parece que su reacción temprana fue el factor determinante. Hay que aprender la lección para otros posibles casos. Aunque parece que en estas semanas todo es coronavirus, la vida sigue su curso y presenta frentes diversos. Hay otras noticias que me afectan de cerca. 

Me entero por la prensa de que ha fallecido Juan de Dios Martín Velasco, un filósofo y teólogo español al que he admirado. Recuerdo que hace bastantes años lo llevé en coche de Madrid a Salamanca. Las dos horas del viaje fueron una conversación cercana, sosegada y profunda. Podría decir que fue un reflejo de la categoría “encuentro” a la que él dio mucha importancia en su pensamiento. Leo también que el cardenal australiano George Pell –al que la Santa Sede siempre consideró inocente– ha sido excarcelado después de que el Tribunal Supremo de Australia haya anulado la condena a seis años por presuntos abusos sexuales. Los medios dan cuenta de la noticia, pero de manera mucho más discreta de como cubrieron la condena. Siempre vende más informar de que un cardenal ha sido condenado (y más por abusos sexuales) que de que ha sido declarado inocente.

La Semana Santa sigue también su curso. Hoy, Martes Santo, el evangelio me lleva a pensar en nuestra doble condición de “amigos” y “traidores” con respecto a Jesús. No son condiciones equiparables. En realidad, nuestra verdadera vocación es la de ser amigos. Jesús mismo nos lo ha dicho: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre” (Jn 1,15). Convertirnos en “traidores” es siempre una posibilidad abierta, pero no una vocación. A nadie se le llama (o se le condena) a ser “traidor”. 

Es posible que durante estos días de confinamiento doméstico hayamos dedicado algún tiempo a pensar cómo es nuestra relación con Dios o con Jesús. Hemos tenido la oportunidad de repasar nuestra historia de adhesiones y traiciones. Al final, si somos humildes, tenemos que reconocer que el misterio nos desborda. Leo con alegría unas declaraciones de Luis Eduardo Aute, fallecido hace pocos días, artista al que yo admiraba: “Nada es gratuito. En fin, para mí es un gran misterio que no puedo liquidar diciendo Dios no existe. No lo sé”. Creo que la pandemia del coronavirus nos está volviendo más humildes a todos. Ignoramos más de lo que sabemos. No solo tienen que ser humildes los científicos y políticos. También las personas religiosas. No somos cartógrafos de la geografía divina, sino humildes exploradores. Quizá la fe sea precisamente eso: una apertura confiada a una realidad que nos desborda por todas partes, pero que nos sostiene amorosamente.

Cuando somos adolescentes y jóvenes, tendemos a ser un poco insolentes. Relacionamos tanto el “asunto Dios” con los niños, que nos sentimos casi obligados a desembarazarnos de él para afirmar que hemos superado la infancia. Cuando somos adultos, solemos silenciar la cuestión porque tenemos otras cosas más “urgentes” de qué ocuparnos: el trabajo, las relaciones, el dinero… En el atardecer de la vida, derrotados por muchas batallas inútiles y con algunas heridas en el alma, empezamos a recuperar la curiosidad y la humildad de nuestra infancia. Y entonces vuelve a aparecer el Dios amigo en el horizonte de la vida. Caemos en la cuenta de nuestras “traiciones”, pero sin un sentimiento morboso de culpa, más como una oportunidad perdida que como un pecado de infidelidad, más como ingratitud que como abandono consciente. Dios nunca se cansa de esperar porque la vida se juega en su conjunto, no en momentos aislados. No olvidemos que nuestra verdadera vocación es la de ser amigos de Dios. No merece la pena perder mucho más tiempo en otras búsquedas agotadoras e insatisfactorias. 

Mientras tecleo deprisa y ya un poco tarde la entrada de hoy me viene a la mente el conocido poema de Lope de Vega que pone palabras a esta experiencia nuestra. Os dejo con él. Puede resonar de otra manera en estos días tan especiales. 

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!

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