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lunes, 3 de febrero de 2020

La canción del Cola-Cao

Desde niño crecí escuchando en la radio aquello de “Yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola-Cao”. Pues bien, esa canción de los años 50 y 60 ya no se ajusta a la sensibilidad del siglo XXI. Por eso, conservando lo esencial de la melodía, le han remozado el texto y le han hecho unos arreglos que encajan mejor con lo que hoy se lleva. El resultado es más que aceptable. Al final de la entrada de hoy se pueden comparar las dos versiones: la de los años 50 y la de 2020.  Pocos anuncios musicales (jingles) tuvieron tanto éxito en España como el del famoso cacao en polvo, “ideal para desayunos y meriendas”. Yo fui un consumidor asiduo en mi infancia y adolescencia. Recuerdo muy bien que había que disolverlo con un poco de leche caliente. Si se hacía con fría, se formaban unos grumos que costaba Dios y ayuda disolver.

El solo nombre de la marca me retrotrae a unos años en los que todavía soñábamos que casi todo era posible con esfuerzo y sacrificio. No es que los niños y jóvenes de entonces fuéramos mejores que los de hoy, sino que moderábamos nuestros deseos o los circunscribíamos a metas alcanzables porque las circunstancias no permitían ir mucho más lejos. El filósofo francés Gilles Lipovetsky, en una reciente entrevista concedida a El País, describe así este fenómeno: “Antes la gente no quería comprarse todo el rato el último modelo de tableta, ni de smartphone, ni quería ir de vacaciones a todos los lugares posibles, ni coger el avión cada fin de semana, ni vivir en un loft estupendo, ni ir al restaurante un día sí y un día no…, sencillamente no se vivía así. Yo fui a un restaurante por primera vez cuando tenía 25 años. Ahora con ocho años van con frecuencia al McDonald’s. Así que, por un lado, tenemos una sociedad en la que crecen sin parar las desigualdades, pero por otro tenemos un volumen de aspiraciones que tampoco para. Es, más que el bienestar, el sueño del bienestar”.

Se nos ha vendido tanto ese “sueño de bienestar” y se ha identificado tanto el bienestar con el acceso al mundo del consumo y del lujo, que nunca acabamos de sentirnos satisfechos porque, sin darnos cuenta, hemos caído en una trampa. Nos debatimos entre el deseo ilimitado y la frustración recurrente. El resultado puede ser un fracaso de proporciones siderales. Me lo decía hace unos días, con otras palabras, un amigo informático que ha vivido en carne propia lo que significa ser bisnieto de un bisabuelo que, siendo camarero, se hizo con un emporio hotelero en la Roma de los años 50, nieto de un abuelo que disfrutó de la fortuna de su padre y se acostumbró a vivir del cuento en los años 60 y 70, e hijo de un padre que malgastó todo en los 80 y dejó a la familia llena de cuantiosas deudas. Este guion se repite en muchas historias semejantes. Es como si estuviéramos condenados a no aprender nunca la lección.

Cuando uno se para a pensar con serenidad (lo cual no es nada fácil hoy), surgen muchas preguntas: ¿Merece la pena matarse a trabajar para obtener un “bienestar” material a costa de poner en peligro el “bienestar” personal? ¿Qué pasa con los matrimonios jóvenes que dedican casi todo su tiempo a trabajar para poder mantener un nivel aceptable de consumo y apenas encuentran tiempo para cultivar su relación o cuidar a sus hijos? De jóvenes creemos que seremos más felices cuanto más acumulemos. Tener mucho nos parece una garantía de seguridad para el presente y el futuro. Llega un momento (cada uno tiene su hora) en que se invierte el proceso. Uno ya no sueña con seguir acumulando, sino justo lo contrario: sueña con necesitar cada vez menos para tener cada vez menos y ser cada vez más, de modo que la muerte nos sorprenda “ligeros de equipaje”, como cantaba Antonio Machado.

Todo esto se ha puesto en marcha escuchando las dos versiones de la famosa “canción del Cola-Cao”. La antigua, en su primitivismo y tosquedad, me recuerda un modo “sacrificado” pero feliz de entender la vida. La segunda, sofisticada, me parece el símbolo de un modo “hedonista” pero frustrante de conducirnos. Ya sé que tanto una como otra son, en realidad, caricaturas, pero su comparación me hace pensar. Tomo prestadas de nuevo unas palabras de Lipovetsky: “Hay padres que están en el paro cuyos hijos tienen un iPad, un móvil inteligente último modelo, unas zapatillas de lujo… Me parece terrible. Antes, las aspiraciones eran trabajar, comer y tener una casa. Hoy son otras. Por ejemplo, ir a Ikea para comprarse cosas monas porque lo hacen todos los demás”. La rueda del consumo funciona así. Es necesario crear necesidades para incrementar las ventas y que el mercado no se pare. ¿No cabe otro modo de imaginar la economía al servicio de las necesidades reales, no ficticias, de las personas? Como parece que solos no somos capaces de lograrlo, quizá tengamos que pedírselo al bueno de san Blas, cuya memoria celebramos hoy. 

Esta es la vieja versión de la canción del Cola-Cao


Y esta, la nueva.


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