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lunes, 20 de enero de 2020

Neruda, el vino y el cartero

La combinación de un horario intenso y una mala conexión a Internet hace que me sea muy difícil ser fiel a mi cita diaria. Ayer fue un día diferente. Pasé la mañana en Isla Negra visitando una de las tres casas –junto con La Sebastiana en Valparaíso y La Chacona en Santiago– que Pablo Neruda (1904-1973) tenía en Chile. Era la segunda vez que la visitaba. La mañana estaba fresca, el cielo encapotado y el Pacífico bastante revuelto. Acompañado por mi audioguía, recorrí los diversos ambientes de una casa extravagante que a veces parecía un barco varado en tierra y otras un vagón de ferrocarril que adopta la forma de Chile: largo y estrecho. 

La casa es, en realidad, un museo que alberga numerosas colecciones de conchas, mapas, mascarones de proa de viejos barcos, piezas cerámicas, etc. Lo que más me gustó fue la apertura de la casa al inmenso océano a través de grandes ventanales que parecen conectar las estancias con el agua gris del Pacífico. Dos de las cuatro paredes del dormitorio son de vidrio. La cama está colocada en la diagonal, de manera que desde ella se contempla el poniente marítimo como si uno estuviera tumbado en la playa. El único lugar que no se puede visitar es la cocina. Cuando tenía invitados, Neruda solía colocar un cartel en la puerta en el que advertía que estaba prohibida la entrada porque lo que el huésped debía admirar era el producto final, no el proceso de elaboración. Cada rincón de la original casa tenía algún enlace con su obra poética y, desde luego, con sus viajes por diversas partes del mundo en calidad de cónsul o embajador de Chile. En el vestidor del dormitorio se conserva el frac con el que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1971.


De vuelta a Talagante, dediqué la tarde a visitar las Bodegas Undurraga, fundadas en 1886 por un vasco afincado en Chile. Acompañados por un guía que se expresaba bien en castellano e inglés, hice el recorrido con mis compañeros. Admiramos las viñas, probamos algunas uvas ácidas (les faltan casi dos meses para la vendimia), seguimos todo el proceso de elaboración visitando las diversas instalaciones del complejo y acabamos en el enorme porche degustando cuatro categorías de vinos: dos blancos y dos tintos. Antes habíamos pasado por la Galería de Aromas. El guía tuvo la honradez de decirnos que todas las advertencias que suelen hacer las etiquetas de las botellas sobre los aromas del vino suelen ser más creaciones literarias que descripciones reales. 

Regresamos a casa más contentos de lo normal, con una bolsita de papel que contenía la copa de vidrio en la que habíamos catado los vinos. Todos la dejamos en la cocina del Centro Claret. Una colección de casi 40 copas puede ser útil; a nosotros nos supone una complicación menos en el equipaje. Incluso los que no provienen de culturas vinícolas (asiáticos y africanos, sobre todo) apreciaron el valor simbólico de un producto que, bebido con moderación, abre las puertas de la verdad (“In vino veritas”), eleva un punto el contento de quien lo bebe (“El vino alegra el corazón del hombre”) y crea lazos de solidaridad con la tierra y con los seres humanos (“fruto de la tierra y del trabajo del hombre” decimos en la presentación de los dones eucarísticos).

Terminé la jornada viendo una vieja película italiana que en su momento (1994) me encantó: Il postino (“El cartero”). Temí que el paso del tiempo le hubiera borrado el encanto original, pero no fue así. Disfruté igual o más que la primera vez. Quizá el hecho de haber visitado por la mañana la casa de Neruda en Isla Negra me colocó en sintonía con la historia que narra. Cuando Pablo Neruda tuvo que exiliarse durante una temporada en la isla de Capri (Italia), habitó en una casa encaramada en la montaña. Dado que recibía cada día una cantidad ingente de cartas y paquetes, la oficina de correos del pueblo contrató a un joven cartero que, a lomos de su vieja bicicleta, subía todos los días a la casa del escritor para entregarle la correspondencia. A cambio, recibía una exigua propina que ensanchaba un poco su mísero sueldo de 300 liras. 

Entre el maestro Neruda y el cartero Mario Ruppolo se fue estableciendo una sólida amistad. A pesar de la diferencia de edad, proveniencia y formación, les unían varias cosas; sobre todo, el amor por la poesía y los ideales comunistas. Antes de que el poeta regresara a su Chile natal, Mario –el joven  cartero– se casó con su amada Beatriz. El ateísmo del poeta no impidió que el párroco accediera a regañadientes a que fuera testigo del matrimonio. Me fui a la cama derrotado por la ternura y la credibilidad de una interpretación cinematográfica que no tiene nada que ver con los códigos que dominan en el cine de hoy. No todo lo pasado fue peor.

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