Hoy celebramos la memoria de san Antonio, abad (251-356). Para muchas personas, es el santo de los animales. En varios lugares
se celebran romerías y bendiciones de mascotas. El santo egipcio ha sido
presentado como un animalista adelantado en muchos siglos a su tiempo. Y, sin
embargo, lo más llamativo de su excéntrica y larguísima vida (105 años) fue el
coraje que tuvo para tomar una decisión que cambiaría su vida. Muertos sus
padres cuando él era todavía muy joven, vendió sus bienes, aseguró el futuro de
su hermana menor y se retiró al desierto para llevar una vida de oración y
ascesis. Sabemos detalles de su vida por la famosa obra La
vida de Antonio, escrita por san Atanasio, y también por los
escritos de san Jerónimo y otros autores famosos, aunque –como suele pasar con
los personajes de la antigüedad– resulta difícil separar la historia de la leyenda.
Resulta casi increíble que un eremita de los siglos III y IV siga interesando a
los hombres y mujeres del siglo XXI.
Decidir. Esta me parece
la palabra clave. En tiempos líquidos como los nuestros, resulta muy difícil
tomar decisiones. Hablamos, damos vueltas a los asuntos, hacemos experiencias de
diverso tipo, pero cuando llega la hora de tomar decisiones –sobre todo, decisiones
que comprometan a fondo nuestra vida– nos entra una especie de miedo escénico,
solemos echarnos para atrás. Les pasa a las jóvenes parejas que no acaban de
comprometerse en una relación matrimonial, a los candidatos al sacerdocio o la
vida religiosa, a los voluntarios que no quieren asumir responsabilidades
demasiado largas… Decidir significa escoger y, por tanto, rechazar. A veces quisiéramos
una cosa y su contraria: vivir con sencillez y tener todo a nuestra
disposición; vivir en pareja y experimentar la libertad de los célibes; comprometernos
en un proyecto colectivo y hacer lo que a nosotros nos da la gana… Decidir es
siempre una experiencia pascual: implica “morir” a algo para “resucitar” a una
realidad nueva. Si hoy nos cuesta tanto decidir no es solo porque se han multiplicado
mucho las posibilidades de emprender caminos diversos, sino, sobre todo, porque
nos cuesta “morir”. Pensamos que la renuncia a uno mismo implica la
aniquilación, no la transformación. Nos cuesta mucho entender las palabras de
Jesús: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12,24).
El joven egipcio
Antonio se sintió tocado por otras palabras de Jesús: “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y da a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme” (Mt 19,21). No lo dudó
mucho. Las tomó al pie de la letra. Vendió todo y se retiró al desierto. Creyó
que la propuesta de Jesús –por paradójica que pudiera resultar– era una
propuesta de vida. Se fio; por eso, se decidió. Tuvo la valentía de emprender
una aventura sin saber cómo terminaría. No necesitó tenerlo todo claro. Le
bastó tener claro lo más importante: que quien pone su vida en manos de Dios
nunca queda defraudado. Las decisiones son, en el fondo, el fruto maduro de la
confianza. Quien desconfía por sistema, también es indeciso por sistema. Muchas
experiencias hermosas se vienen abajo por la falta de una decisión firme, por
el titubeo constante. Es verdad que, por lo general, las decisiones suelen ser
futo de un proceso trabajoso de discernimiento, pero a veces también se producen
a consecuencia de un flechazo. Cuando hay algo que nos encandila, la intuición
toma el puesto de la reflexión. No sabría decir qué vía es la mejor. Las dos
nos ayudan a decidirnos. Hay personas más intuitivas y otras más reflexivas. Lo
que importa es que, por una vía o por ambas, nos arriesguemos a tomar
decisiones.
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