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viernes, 17 de enero de 2020

El coraje de decidir

Hoy celebramos la memoria de san Antonio, abad (251-356). Para muchas personas, es el santo de los animales. En varios lugares se celebran romerías y bendiciones de mascotas. El santo egipcio ha sido presentado como un animalista adelantado en muchos siglos a su tiempo. Y, sin embargo, lo más llamativo de su excéntrica y larguísima vida (105 años) fue el coraje que tuvo para tomar una decisión que cambiaría su vida. Muertos sus padres cuando él era todavía muy joven, vendió sus bienes, aseguró el futuro de su hermana menor y se retiró al desierto para llevar una vida de oración y ascesis. Sabemos detalles de su vida por la famosa obra La vida de Antonio, escrita por san Atanasio, y también por los escritos de san Jerónimo y otros autores famosos, aunque –como suele pasar con los personajes de la antigüedad– resulta difícil separar la historia de la leyenda. Resulta casi increíble que un eremita de los siglos III y IV siga interesando a los hombres y mujeres del siglo XXI.

Decidir. Esta me parece la palabra clave. En tiempos líquidos como los nuestros, resulta muy difícil tomar decisiones. Hablamos, damos vueltas a los asuntos, hacemos experiencias de diverso tipo, pero cuando llega la hora de tomar decisiones –sobre todo, decisiones que comprometan a fondo nuestra vida– nos entra una especie de miedo escénico, solemos echarnos para atrás. Les pasa a las jóvenes parejas que no acaban de comprometerse en una relación matrimonial, a los candidatos al sacerdocio o la vida religiosa, a los voluntarios que no quieren asumir responsabilidades demasiado largas… Decidir significa escoger y, por tanto, rechazar. A veces quisiéramos una cosa y su contraria: vivir con sencillez y tener todo a nuestra disposición; vivir en pareja y experimentar la libertad de los célibes; comprometernos en un proyecto colectivo y hacer lo que a nosotros nos da la gana… Decidir es siempre una experiencia pascual: implica “morir” a algo para “resucitar” a una realidad nueva. Si hoy nos cuesta tanto decidir no es solo porque se han multiplicado mucho las posibilidades de emprender caminos diversos, sino, sobre todo, porque nos cuesta “morir”. Pensamos que la renuncia a uno mismo implica la aniquilación, no la transformación. Nos cuesta mucho entender las palabras de Jesús: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12,24).

El joven egipcio Antonio se sintió tocado por otras palabras de Jesús: “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y da a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme” (Mt 19,21). No lo dudó mucho. Las tomó al pie de la letra. Vendió todo y se retiró al desierto. Creyó que la propuesta de Jesús –por paradójica que pudiera resultar– era una propuesta de vida. Se fio; por eso, se decidió. Tuvo la valentía de emprender una aventura sin saber cómo terminaría. No necesitó tenerlo todo claro. Le bastó tener claro lo más importante: que quien pone su vida en manos de Dios nunca queda defraudado. Las decisiones son, en el fondo, el fruto maduro de la confianza. Quien desconfía por sistema, también es indeciso por sistema. Muchas experiencias hermosas se vienen abajo por la falta de una decisión firme, por el titubeo constante. Es verdad que, por lo general, las decisiones suelen ser futo de un proceso trabajoso de discernimiento, pero a veces también se producen a consecuencia de un flechazo. Cuando hay algo que nos encandila, la intuición toma el puesto de la reflexión. No sabría decir qué vía es la mejor. Las dos nos ayudan a decidirnos. Hay personas más intuitivas y otras más reflexivas. Lo que importa es que, por una vía o por ambas, nos arriesguemos a tomar decisiones.

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