Escribo la entrada de hoy, fiesta de san Esteban, en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Espero mi vuelo para Lisboa. Hay mucho movimiento
de pasajeros. Se nota que estamos en Navidad. Aunque litúrgicamente el tiempo
de Navidad se prolonga hasta la fiesta del Bautismo del Señor (es decir, hasta
el 12 de enero de 2020), lo cierto es que, pasado el día de Navidad, decae la
fuerza. Es como si al subidón navideño le siguiera una suave depresión. Incluso
la liturgia juega con estos contrastes. Al nacimiento de Jesús le sigue el
martirio de san Esteban. Esta pareja formada por el
niño y el mártir expresa bien la dinámica de la vida: nacemos para
morir y morimos para vivir. Este año lo he podido experimentar con más
intensidad. Solo siete horas antes de celebrar la Misa del Gallo participé en
la celebración de un funeral. No hay contradicción. La vida y la muerte son
expresión de la gracia de Dios. No hay ningún hecho que quede fuera de su
gracia. La muerte es tan navideña como el nacimiento. Más aún, en la tradición
de la Iglesia, el verdadero dies natalis
es precisamente el día de la muerte, porque en él nacemos a la vida definitiva.
Mientras tecleo
estas notas, la persona que está sentada a mi lado en los asientos del aeropuerto
mira de reojo a la pantalla de mi ordenador. No sé qué estará pensando. Es
evidente que no soy un periodista. Si logra leer palabras como “Jesús” o “Navidad”,
es probable que piense que soy un cura que mata el tiempo de espera escribiendo sus reflexiones
navideñas. No le falta algo de razón. Pero, en realidad, lo que hoy quiero subrayar
es el hecho de que, mientras en la mayoría de los países occidentales, los
cristianos podemos celebrar con paz y alegría el nacimiento de Jesús, en otras
regiones del mundo resulta muy peligroso. Los
cristianos siguen siendo perseguidos como en los primitivos tiempos de
Esteban, el protomártir. Jesús no es un Papa Noel inofensivo, que promueve una
Navidad dulzona. Este Niño es muy peligroso. En su fragilidad y vulnerabilidad,
está mostrando que no ha venido a sancionar el orden existente, a mantener un mundo
donde unos pocos disfrutan de muchos privilegios a costa de las mayorías
empobrecidas. La estampa pacífica con que solemos presentar la Navidad
contrasta con el final de la vida de Jesús y con la suerte que corren sus discípulos.
Por eso, es un acierto que la fiesta de san Esteban siga inmediatamente a la
Navidad.
El pasado sábado
os animaba –y me animaba– a ser “portadores
de alegría” durante este tiempo natalicio. He tenido oportunidad de
poner en práctica mi propio consejo. En apenas cuatro días he podido visitar a personas
que están atravesando situaciones difíciles por diversos motivos. He
privilegiado estas visitas a otras que, a primera vista, podrían haber resultado
más placenteras. No he prodigado las palabras. No he dicho eso de que “Dios está cerca de los afligidos” o frases
por el estilo. Me he limitado a hacer visible esta cercanía desde una cierta
torpeza emocional. No siempre es fácil encontrar los signos que resultan ininteligibles
para cada persona. Hay algunas que son habladoras. Agradecen ser escuchadas.
Otras son muy silenciosas. Aprecian algunas palabras oportunas. El paso de los
años nos va dando a todos la capacidad de sintonizar con el carácter y el
momento de cada una. La Navidad se vive de otra forma cuando multiplicamos los
encuentros interpersonales porque, al fin y al cabo, la Navidad es la
celebración de un encuentro maravilloso: el Dios invisible se ha encontrado con
nosotros en un niño desvalido pero no abandonado.
María y José representan a la
humanidad que acoge a Dios con toda la plenitud de sus corazones. En los últimos
tiempos –no sé si por el feminismo en boga o por otras razones– proliferan las imágenes
en las que el niño aparece en brazos de José mientras María duerme plácidamente
para recuperarse de las fatigas del parto. Además de ser imágenes llenas de
ternura, me parece que expresan un gran mensaje teológico: tanto María como José
han sabido adecuar sus planes personales a la palabra de Dios. Por eso, ambos
se convierten en custodios del don de la Vida. En ellos no se cumple el versículo
del prólogo de Juan que leímos ayer: “Vino
a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). María y José, José
y María, lo han recibido con todo el cariño del mundo. No hay mejores representantes
de la humanidad.
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