Una de las primeras canciones litúrgicas que aprendí en mi breve etapa de monaguillo fue “Anunciaremos tu reino, Señor” del gran músico Cristóbal Halfter, que ya ha cumplido 89 años. Repasando la letra, caigo en la cuenta de que
expresa bien en qué consiste el reinado de Jesús: “Reino de paz y justicia / Reino de vida y verdad / Tu reino, Señor, tu
reino. / Reino de amor y de gracia / Reino que habita en nosotros / Tu reino, Señor, tu reino. / Reino que sufre violencia / Reino que no es de este mundo / Tu
reino, Señor, tu reino. / Reino que ya ha comenzado / Reino que no tendrá fin /
Tu reino, Señor, tu reino”. Me vienen estos recuerdos en el XXXIV Domingo
del Tiempo Ordinario. La Iglesia cierra el año litúrgico con la Solemnidad
de Jesucristo Rey del universo. El Evangelio de hoy (Lc 23,35-43)
presenta un cuadro estremecedor. Jesús está clavado en la cruz. A su lado hay
dos malhechores también crucificados, uno a la derecha y otro a la izquierda. Al
fondo, “el pueblo estaba allí mirando”.
Este es el verdadero salón del trono del reino que Jesús ha venido a instaurar.
De todos los presentes, parece que solo una persona comprende de qué se trata; las
demás se comportan como espectadores insolentes. Los magistrados “le hacían muecas”; los soldados “se burlaban de él”; uno de los
malhechores “lo insultaba”. No se
puede decir que el rey Jesús fuera muy popular.
En realidad,
tanto los magistrados como los soldados y uno de los malhechores ponen voz a
las mismas tentaciones que Jesús experimentó al comienzo de su misión (cf. Lc
4,1-13). El principio y el final están atravesados por la invitación diabólica
a hacer de su reinado mesiánico un ejercicio de poder y dominación. Pero Jesús
no corta su relación filial con el Padre para convertirse en un rey
autocéntrico, no sucumbe al principio “sálvate
a ti mismo”, que ha hecho de nosotros –hombres y mujeres modernos– seres
confusos y erráticos. La cantinela que los magistrados, los soldados y uno de los malhechores le repiten a Jesús con
algunas interesantes variantes –“Sálvate
a ti mismo” (si eres el mesías, el elegido, el rey de los judíos)– es la
misma que la cultura contemporánea nos
repite a cada uno de nosotros: “Hazlo
tú mismo, sé autosuficiente, sé fuerte, busca tu autorrealización, nadie te va
a sacar las castañas del fuego, pisa fuerte, vives en un mundo competitivo…”. Nosotros
no creemos ya en un salvador que muestra su poder muriendo por amor. Este discurso
nos suena tan débil, tan inservible para la vida cotidiana, que preferimos
ignorarlo. De Jesús admiramos muchas cosas… menos la esencial: su decisión de
dar la vida para que nosotros vivamos, su manera de ser poderoso siendo
servidor, su forma de entender su reinado como entrega.
En este cuadro
esplendoroso y dramático pintado por el evangelista Lucas, hay al menos una
persona –uno de los malhechores– que se atreve a creer en el rey Jesús; por eso,
le formula una petición que quisiéramos que fuera también la nuestra al final
de nuestra vida terrena: “Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Este “buen ladrón”
–que, según los escritos apócrifos, se llamaba Dimas– no presenta un expediente
inmaculado. Reconoce humildemente su culpa (“recibimos
el justo pago de lo que hicimos”) y se abre con esperanza a la misericordia
del rey Jesús. La respuesta no puede ser más consoladora: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”. El reino no
es, pues, patrimonio de los puros y perfectos, sino de quienes, a pesar de sus
debilidades, tienen la humildad de reconocerlas y de impetrar el perdón de
Dios. Desde el paradójico trono de la cruz Jesús nos ofrece la última clave
para entender el drama de la existencia humana, para no desesperar nunca a
pesar de nuestras fragilidades e incoherencias. Las tentaciones se vencen a
base de humildad y misericordia. El suyo, en definitiva, como cantaremos hoy en
muchos lugares, es un reino de paz, justicia, vida, verdad, amor y gracia. Este
reino habita en nosotros y, al mismo tiempo, no es de este mundo; ya ha comenzado
y no tendrá fin. Feliz domingo.
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