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sábado, 23 de noviembre de 2019

¿Cuántos se llaman así?

El nombre que nos pusieron al nacer nos marca de por vida. Hace años, había dos tradiciones que se solían cumplir a rajatabla. La primera consistía en poner a los hijos los nombres de los padres o de los abuelos, de manera que se pudiera continuar la línea familiar. Uno podía llamarse Robustiano, Herminia o Celedonio “por culpa” de sus antepasados. Algunos nombres antiguos suenan hoy como de rancio abolengo; otros, por el contrario, parecen pasados de moda. La segunda tradición tomaba los nombres del santoral. Por más extraño que sonase, se ponía a los hijos el nombre del santo (o de la santa) del día, a veces cambiándole el género. No es difícil encontrarse con personas que se llaman Aquilino (Aquilina), Quiterio (Quiteria), Eduvigis, Asterio, Cleto (Cleta), Euquerio, Anselmo (Anselma)… “por culpa” de algunos santos demasiado singulares. Se dice que Huerta del Rey, en la provincia de Burgos, es el pueblo con los nombres más raros del mundo. Puede ser.

En cualquier caso, para saber si en España el propio nombre es “raro” (en el sentido de poco frecuente), basta con hacer una consulta en esta página del Instituto Nacional de Estadística. Uno puede sorprenderse. Los nombres más puestos en 2018 fueron Hugo (para los chicos) y Lucía (para las chicas), pero si uno se remonta años atrás se encuentra otros nombres, como Óscar, Sergio, Iván (para los chicos) o Mónica, Sara y Laura (para las chicas). Las modas van y vienen. Algunas veces se han llevado los nombres de origen ruso, o vasco, o italiano. Otras veces son las series televisivas y los personajes de moda los que marcan tendencia. Lo que parece claro es que los viejos nombres cristianos –a excepción del incombustible María o Miriam– están en retirada. Cada vez hay menos niños que se llaman Jesús, José, Juan, Santiago o Pedro. Y menos niñas que llevan el nombre de Isabel, Carmen, Inmaculada, Asunción, Piedad o Dolores (Lola), aunque otros nombres bíblicos más raros (como Rut, Noemí, etc.) cotizan al alza.

Hay personas que disfrutan con su nombre y otras que lo disimulan. No es raro que una que se llama Prudenciana sea conocida simplemente como Pruden. O que a un Federico lo llamen Fede y a un Adriano, Adri. Si uno se llama Antonio o Pepe, corre el riesgo de pasar desapercibido. Pero si se llama Rigoberto es probable que todos recuerden su nombre. Las ventajas de los nombres raros es que singularizan a la persona, la redimen de la masa de los nombres muy comunes. Por ejemplo, en España hay  678.425 hombres que se llaman Antonio y 594.144 que se llaman José (Pepe), mientras que solo 460 se llaman Robustiano y apenas 20 llevan el nombre de Euquerio (yo conozco a uno en la provincia de Valladolid). 66.129 se llaman Gonzalo, pero cuando lo combino con mi primer nombre (Félix), solo somos 28 en todo el país. No sería difícil organizar un encuentro de confraternización.

Es muy importante valorar nuestro nombre y detenerse a meditar sobre él de vez en cuando. ¿Cuántos miles de veces a lo largo de nuestra vida somos llamados por el nombre? Cada vez que alguien me dice, por ejemplo, “Hola, Gonzalo” o “Gonzalo, ¿puedes echarme una mano”, me está recreando. Decir el nombre de alguien es celebrar su identidad, invitarlo al festín de la existencia, contar con él (o con ella) para la batalla de la vida cotidiana. Debemos llamar a las personas por su nombre y evitar, en la medida de lo posible, el uso de motes, apodos, diminutivos, aumentativos, despectivos, etc. que, en cierto sentido, merman la identidad y la manipulan. Es verdad que a veces son expresión de cercanía y cariño, pero pueden dificultar el proceso normal de madurez. Si a una persona de 60 años, por ejemplo, la siguen llamando como cuando tenía 3 o 4, algo no está funcionando bien. (Por cierto, tengo una tía de 95 años que sigue llamándome Gonzalito. No hay forma de borrar ese nombre infantil de su disco duro, así que hablar con ella es como rebobinar la película de mi vida hasta los años de la infancia. No está mal).

En la Biblia leemos que Dios nos llama por el nombre: “No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre y eres mío” (Is 43,1). El ángel del Señor se dirige al esposo de María con estas palabras: “José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya” (Mt 1,20). Y añade: “Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). Cuando Jesús llama a Simón y le asigna un nuevo encargo, le cambia el nombre: “Tú eres Simón, hijo de Juan, en adelante te llamarás Cefas (es decir, Pedro)” (Jn 1,42). Algo parecido sucedió con Saulo de Tarso, a quien hoy conocemos como Pablo. Decir que Dios nos llama por el nombre significa que nos ama, que nos quiere como somos, que nos mantiene en nuestra identidad. Decir que Dios nos da un nombre nuevo significa que nos confía una misión en la vida. Por eso, el nombre auténtico debería expresar nuestra misión y no un mero capricho de los padres al dictado de la moda o de convenciones arbitrarias. Llamarse Àngel, por ejemplo, significa que uno se convierte en mensajero de buenas noticias. Llamarse Irene hace de una mujer una artesana de paz. Los Juanes son expresiones de la misericordia de Dios y las Elisas son ayuda de Dios. 

En algunas culturas (por ejemplo, en varios lugares de la India), los cristianos tienen dos nombres: uno civil (que suele continuar la saga familiar) y otro cristiano (que simboliza la novedad de vida recibida en el Bautismo). ¡Lástima que hoy estemos perdiendo el significado del nombre como indicativo de una misión y nos hayamos abandonado a la moda de los nombres eufónicos o simplemente comerciales! Tendría que restablecerse la pena de muerte para los padres que bautizan a un hijo con el nombre de Lionel Messi, Ferrari, Nesquik, Kodak o Madonna. (Lo de la pena de muerte es una licencia literaria que espero que el lector no interprete al pie de la letra). Buen fin de semana.

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