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domingo, 6 de octubre de 2019

No es fácil creer

Una buena forma de crecer en la fe por paradójica que resulte es enojarse con Dios, pedirle cuentas de lo que no entendemos. Esta no es una tendencia moderna, propia de las sociedades secularizadas. Viene de antiguo. El profeta Habacuc lo hace en el fragmento que leemos este XXVII Domingo del Tiempo Ordinario en la primera lectura: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas?”. Hace falta mucha fe, mucha humildad y mucha audacia para “cantarle a Dios las cuarenta”, para pedirle cuentas de su silencio ante su aparente pasividad frente a los malvados. Es peor la indiferencia que la indignación. Cuando nos enfadamos con Dios es porque creemos que él puede y debe– intervenir en las vicisitudes de la historia. Si no lo hace, los malvados siempre van a salir vencedores. ¿Por qué se calla? ¿Por qué no da muestras evidentes de su poder?

Dios no suele entrar al trapo. Guarda silencio. Espera el momento oportuno. Puede que los malvados y los corruptos ganen algunas batallas, pero es seguro que no van a lograr la victoria final. Lo único que nos pide es tener fe. El fragmento de Habacuc se cierra con una frase El justo por su fe vivirá– que se repite varias veces en el Nuevo Testamento: Hb 10,26.39; Rm 1,17; Gal 3,11.


Sin fe es imposible tener esta visión de la historia. Sin fe es imposible aceptar las consecuencias que implica seguir a Jesús. Sin fe no hay quien se haga cargo de la novedad absoluta que supone el Evangelio. Por eso, los apóstoles de Jesús le hacen una petición que podemos hacer nuestra sin ninguna dificultad: “Auméntanos la fe” (Lc 17,5). Nos hemos dado cuenta de que creemos, sí, pero poco, de que no tenemos esa confianza que se requiere para no estar sometidos a los vaivenes de la vida. La respuesta de Jesús es muy enigmática. Creo que el Evangelio de este domingo no se entiende sin una meditación tranquila y sin algunas claves. Jesús habla de granos de mostaza, moreras, criados… A primera vista no se percibe la relación entre las comparaciones que usa. Todo se hace más claro cuando esas imágenes y el mensaje que quieren transmitir se sitúan en el contexto en el que Jesús predica. La gente, aleccionada por los guías espirituales del tiempo, quería acumular méritos ante Dios. Pensaban como seguimos pensando muchos de nosotros: cuantas más obras buenas hagas, mayor será la recompensa final. Jesús quiere presentarles “otra” imagen de Dios. Su Padre no es el banquero que paga unos buenos intereses según el “capital” (obras buenas) depositado en su banco. Su gracia es siempre gratuita. No está en función de lo que nosotros hacemos o dejamos de hacer, sino que es expresión de su amor incondicional. Nuestras “obras buenas” son fruto de su amor, no condición para conseguirlo.

Este mensaje revoluciona tanto nuestra imagen de Dios que no acabamos de creerlo. Nos parece que, si lo tomamos en serio, ya no tiene ningún sentido esforzarse por “hacer méritos”, que todo da igual. Y, sin embargo, no es así. No hay nada más exigente pero desde la libertad, no desde la constricción que sentirse queridos de manera incondicional. Jesús utiliza comparaciones provocativas para que sus oyentes comprendan este mensaje. En realidad, nosotros somos “simples sirvientes” (mejor que la traducción litúrgica de “siervos inútiles”). Lo que hacemos no es fuente de méritos para congraciarnos con un amo despótico que es Dios. Todo lo que recibimos de él es pura gracia. San Pablo, en una de sus cartas, lo expresa con mucha nitidez: “¿Qué tienes que no hayas recibido?  Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4,7). Es verdad que hoy no vivimos una religión obsesionada con la observancia. Vivimos quizás algo peor: una cultura muy autosuficiente. Creemos que solo tenemos derecho a lo que nos hemos ganado a pulso. Los regalos nos resultan sospechosos. No queremos que nos regalen nada, sino que recompensen nuestros méritos. Por eso, nos cuesta tanto creer. Y por eso, una de las oraciones que más tendríamos que repetir es la breve invocación con la que se abre el Evangelio de hoy: “Auméntanos la fe”.


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