Ayer, memoria de la Virgen del Rosario, hubiera querido escribir algo sobre el significado de esta devoción, pero se me echó el tiempo encima. La preparación de informes y las sesiones de consejos me ocupan casi todo el tiempo. Aquí en Roma han comenzado ya las sesiones del Sínodo de la Amazonia. Como pasó con el Sínodo de la Familia, el pim-pam-pum no se ha hecho esperar. Ante las críticas de varios eclesiásticos a los plumajes de algunos indígenas en las celebraciones vaticanas, el papa Francisco ha respondido con ironía: “¿Qué diferencia hay entre llevar plumas o el tricornio de algunos jefes de dicasterio?”. A buen entendedor… Me entristece que se pierda el tiempo en cuestiones secundarias y no se ponga el acento en lo fundamental. A veces tengo la impresión de que ciertos curiales viven la fe como en un invernadero, obsesionados con cuatro cosas que consideran esenciales (y a menudo no son más que expresiones históricas de la fe) e insensibles a los grandes signos de los tiempos. Vamos a esperar unos días para ver qué rumbo toman las intervenciones y los diálogos. Cuando avance un poco más el discernimiento podremos orientarnos mejor.
A menudo, cuando reflexiono sobre el momento social y eclesial que estamos viviendo, tengo la impresión de que hemos perdido la alegría de ser misioneros. Nos parece tan desafiante el encargo de vivir y anunciar el Evangelio, que nos echamos para otros. Somos –por decirlo con una imagen bíblica– como Jonás, ese personaje legendario al que Dios le encarga que vaya a predicar a Nínive, la gran capital asiria, y él, por temor, se embarca en dirección contraria. Pretende dirigirse a Cádiz, por decirlo con términos modernos. Es verdad que la situación social es difícil. Es verdad que muchas personas parecen refractarias al Evangelio. Es verdad que hemos intentado casi todo y los frutos son más bien escasos. Pero quizás en el origen de esta sensación de derrotismo y aun de fracaso hay un punto de partida equivocado. Hemos sido nosotros quienes hemos hecho análisis de la realidad para detectar sus tendencias. Hemos sido nosotros los que hemos proyectado programas e inventado estrategias. No siempre nos hemos parado para preguntarnos qué es lo que Dios quiere. Hemos dado por supuesto que la voluntad de Dios se expresa a través de nuestras acciones, pero quizás hemos olvidado que él tiene sus propios métodos, a menudo desconcertantes y contraculturales.
El Mes Misionero Extraordinario que comenzamos el pasado 1 de octubre tiene un lema que nos ayuda a entender mejor el sentido de la misión: “Bautizados y enviados. La Iglesia de Cristo en misión por el mundo”. La misión solo tiene sentido cuando brota de nuestra condición de “bautizados” (hijos de Dios y miembros de la Iglesia) y “enviados” (cómplices del Espíritu de Jesús para el anuncio del Evangelio). No se trata, pues, de hacer lo que se nos ocurra, por moderno, creativo y eficaz que parezca. Uno es misionero cuando acepta humildemente “ser enviado”, cuando se pone a disposición, no cuando elige sus propios destinos. En general, solemos ser muy sacrificados cuando se trata de luchar por nuestras ideas y proyectos, pero no tanto cuando tenemos que insertarnos en los proyectos que otros han diseñado. Por eso, el verdadero misionero tiene la misma actitud que Samuel, Isaías (cf. Is 6,8) o María: “Aquí estoy, Señor, envíame”. Lo que más cuenta no son las ideas brillantes o la capacidad de trabajo, sino el ofrecimiento de la propia vida. Eso es lo que Dios necesita para hacer su obra. Para “creativos”, ya tiene su Espíritu. No es necesario que compitamos con él.
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