Ayer el parlamento italiano aprobó por amplísima mayoría una ley que, si no hay elecciones anticipadas, empezará a vigir en la próxima legislatura; es decir, a partir de 2023. Esta ley –que se
puede considerar una especie de harakiri
parlamentario– reduce los escaños de la Cámara de Diputados de 630 a 400 y los
del Senado de 315 a 200. El Gobierno calcula que así se podrán ahorrar 88
millones de euros cada año a los contribuyentes italianos. Teniendo en cuenta
la gran fragmentación del parlamento italiano, me ha sorprendido mucho que la
ley haya sido aprobada con un respaldo tan grande (ampliando la foto de la izquierda se pueden ver los resultados en la pantalla). Ahora mismo, Italia es, tras
el Reino Unido, el segundo país de la Unión Europea con más número de
parlamentarios. España tiene solamente
350 diputados y 265 senadores, pero no conviene olvidar que la población
española es inferior a la italiana en unos 14 millones de habitantes y que en
el país ibérico abundan los gobiernos y parlamentos autonómicos, con lo que se aumenta
considerablemente el número total de representantes públicos. Teniendo en cuenta
el eterno debate entre representatividad (acentuada por quienes defienden un
número alto de parlamentarios) y austeridad y eficacia (defendidas por quienes abogan
por su drástica reducción), me sorprende positivamente
la decisión de la Cámara italiana.
Estamos en tiempos de ajustes. También la aplazada reforma de la Curia Vaticana pretende reducir lo más posible el número de empleados, pero no sé si por razones teológicas y de gestión, o para sacar las consecuencias del juicio emitido por Juan Pablo II hace ya bastantes años. Cuentan –“se non è vero è ben trovato”– que cuando un periodista le preguntó por el número de las personas que trabajaban en el Vaticano, el papa polaco respondió son sorna: “Aproximadamente la mitad”.
Estamos en tiempos de ajustes. También la aplazada reforma de la Curia Vaticana pretende reducir lo más posible el número de empleados, pero no sé si por razones teológicas y de gestión, o para sacar las consecuencias del juicio emitido por Juan Pablo II hace ya bastantes años. Cuentan –“se non è vero è ben trovato”– que cuando un periodista le preguntó por el número de las personas que trabajaban en el Vaticano, el papa polaco respondió son sorna: “Aproximadamente la mitad”.
Creo que en cualquier
esfera de la vida hay que ajustar lo más posible los recursos humanos y económicos
a la realidad que se quiere gestionar. Es la única forma de que las cosas
funcionen. Cuando hay escasez de recursos no se pueden llevar a cabo los objetivos que se pretenden. Cuando hay exceso, se derrocha lo que podría
ser utilizado para otros fines. Sé que no siempre es fácil hacer estos ajustes
en la práctica, sobre todo cuando se persigue la máxima calidad posible. Por
ejemplo, ¿cuál sería el ajuste ideal de personal y presupuesto para una buena
atención sanitaria de los 47 millones de españoles? La pregunta no tiene una
respuesta unívoca porque es difícil ponerse de acuerdo sobre lo que significa
una buena atención sanitaria. Algunos
se conformarían con los servicios esenciales mientras otros demandarían hasta operaciones de cirujía estética. En cualquier caso, todo el mundo querría la máxima
atención y eficiencia con el empleo justo y razonable de recursos personales y económicos,
ni más ni menos. Los buenos gestores son aquellos que saben “ajustar” todos
estos parámetros. Ni ahorran tanto que rebajan la calidad y la justa atención a las necesidades de las personas, ni gastan por encima
de lo necesario hasta incurrir en el despilfarro y el derroche.
Por desgracia, lo
que hemos vivido en los años de la crisis económica, cuyas consecuencias
seguimos padeciendo todavía, no ha sido tanto una política de “ajustes” (siempre necesarios
en un ejercicio responsable del gobierno) cuanto en muchos casos una política de “recortes” puros y duros. Un “recorte”
significa una disminución, impuesta por la coyuntura económica, por la mala gestión o por la insensibiidad social, de lo que objetivamente sería justo y necesario. Cuando
estos “recortes” son la consecuencia de una falta de previsión u organización, o
de un reparto injusto, es normal que las personas reaccionemos con indignación.
Es posible que en algunas situaciones extremas los “recortes” sean necesarios
para equilibrar los gastos y los ingresos. En ese caso excepcional, hay que
procurar distribuir las cargas de manera que no recaiga el peso mayor sobre
quienes menos tienen. Aquí es donde se percibe la distinta sensibilidad de las
fuerzas políticas.
Los ajustes son siempre necesarios; los recortes, en algunas ocasiones. La gran sorpresa es que, tras los “recortes” provocados por la crisis han aumentado los superricos y ha crecido el número de pobres. La misma coyuntura económica y social ha beneficiado a quienes más tenían y ha empobrecido todavía más a quienes vivían de manera precaria. Cuando esto sucede significa que los “recortes” indiscriminados han prevalecido sobre los “ajustes” razonables. En el caso con el que abría la entrada de hoy, me parece que se trata de un “ajuste” demandado por la población desde hacía muchos años. Un país como Italia no podía permitirse el lujo de gastar más de 1.800 millones de euros al año en el mantenimiento de sus representantes públicos. En el caso de España, el Congreso cuesta solo 87 millones al año y el Senado poco más de 54 millones, aunque creo que aquí no se incluyen pensiones y otros gastos vitalicios como en Italia. El contraste salta a la vista.
Los ajustes son siempre necesarios; los recortes, en algunas ocasiones. La gran sorpresa es que, tras los “recortes” provocados por la crisis han aumentado los superricos y ha crecido el número de pobres. La misma coyuntura económica y social ha beneficiado a quienes más tenían y ha empobrecido todavía más a quienes vivían de manera precaria. Cuando esto sucede significa que los “recortes” indiscriminados han prevalecido sobre los “ajustes” razonables. En el caso con el que abría la entrada de hoy, me parece que se trata de un “ajuste” demandado por la población desde hacía muchos años. Un país como Italia no podía permitirse el lujo de gastar más de 1.800 millones de euros al año en el mantenimiento de sus representantes públicos. En el caso de España, el Congreso cuesta solo 87 millones al año y el Senado poco más de 54 millones, aunque creo que aquí no se incluyen pensiones y otros gastos vitalicios como en Italia. El contraste salta a la vista.
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