Ayer fue un día hermoso. Celebramos la fiesta de san Francisco de Asís y el 60 cumpleaños de nuestro Superior General. Comenzamos también la campaña de micromecenazgo
para financiar la película sobre Claret. Os invito a participar en ella. Pero, como la vida tiene siempre muchas caras,
también compartí otras situaciones. Un buen amigo mío lleva más de dos meses de
baja. Los médicos no acaban de encontrar un tratamiento eficaz para sus dolores.
Comienza ya a acusar el cansancio. Hay días en los que no tiene ganas de hablar
con nadie, harto de que le pregunten una y otra vez cómo se encuentra. Otro
amigo de Croacia lleva casi un año preocupado por la crítica situación
económica de su familia y por la grave enfermedad de su hermana menor. Una
amiga mía acaba de perder a uno de sus sobrinos. Un suicidio cruel ha acabado
con una vida joven y vibrante. Son solo tres ejemplos muy recientes y cercanos. ¿Quién
pone luz en esta oscuridad? Podríamos taparnos los ojos y decir que la vida es
hermosa, que todo va bien, pero entonces estaríamos engañándonos. La fe
cristiana no huye de la realidad: la atraviesa con la fuerza de la esperanza.
Cuando nuestros amigos
viven situaciones dolorosas no necesitan muchas palabras de ánimo y mucho menos
directrices. Se conforman con que escuchemos con respeto sus historias.
Escuchar implica vaciarse. Tal vez se nos ocurren muchas cosas que decir, pero
no es el momento. Si no me vacío de mis cosas, no tengo espacio para acoger lo
que la otra persona quiere comunicarme. Por eso, es tan desagradable que cuando
alguien nos está contando algo íntimo, cortemos su discurso con intervenciones de
este tipo: “Pues a mí me ocurrió algo parecido” o “No te preocupes, todo pasará”.
Y mucho menos, frases estúpidas como: “Alegra esa cara, hombre, que pareces un
muerto” o “Todos tenemos problemas”. Escuchar es escuchar; o sea, hacerse todo oídos
para que la otra persona pueda hacerse toda palabra. Las tres personas amigas
que compartieron ayer su situación conmigo por teléfono me merecen el mayor aprecio. Obviamente,
las situaciones que están viviendo son muy diferentes. No es lo mismo un dolor
de espalda que un suicidio. Pero, más allá de esta diferencia objetiva, la
actitud de escucha debe ser semejante.
Voy encontrando por los
caminos de la vida muchas personas que no tienen a nadie que las escuche, que nadie
aplica en sus heridas el “bálsamo
de la escucha”. No tienen más remedio que tragarse su soledad, su
angustia, sus recuerdos, sus resentimientos, sus dolores o sus preguntas. Por
eso, aunque no figure en la lista de las obras de misericordia, yo añadiría una
más a las 14 (siete corporales y siete espirituales) que nos propone la Iglesia”:
“Escuchar a quien necesita hablar”. Creo que todos sabemos por experiencia el
poder liberador que tiene la palabra. Cuando se nos da la oportunidad de
expresar lo que llevamos dentro y alguien lo escucha con atención, respeto y
cariño, se produce un milagro curativo. Aprendemos a explorar nuestro interior,
empezamos a darle un sentido y, a menudo, encontramos claves para afrontar la
vida de otra manera. En este mundo ruidoso y cacofónico en el que vivimos,
¡cómo se aprecia encontrar a alguien que te escuche con calma, sin prejuicios,
sin afán de venderte recetas, sin apuro! Me gusta mucho escuchar a las personas
y valoro el ser escuchado. No es necesario ser rico para compartir este tesoro
con los demás. En general, quienes no disponen de muchos bienes materiales han
desarrollado a menudo habilidades que son más necesarias para la vida que un
buen cheque. El escuchar a otros cuando les “duele el alma” es una de ellas. Por suerte, aunque a veces tengamos la sensación contraria, Dios siempre nos escucha. La liturgia del próximo domingo nos va a proponer este asunto, así que podemos dejarlo para la entrada de mañana. Buen fin de semana.
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