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sábado, 5 de octubre de 2019

Cuando nos duele el alma

Ayer fue un día hermoso. Celebramos la fiesta de san Francisco de Asís y el 60 cumpleaños de nuestro Superior General. Comenzamos también la campaña de micromecenazgo para financiar la película sobre Claret. Os invito a participar en ella. Pero, como la vida tiene siempre muchas caras, también compartí otras situaciones. Un buen amigo mío lleva más de dos meses de baja. Los médicos no acaban de encontrar un tratamiento eficaz para sus dolores. Comienza ya a acusar el cansancio. Hay días en los que no tiene ganas de hablar con nadie, harto de que le pregunten una y otra vez cómo se encuentra. Otro amigo de Croacia lleva casi un año preocupado por la crítica situación económica de su familia y por la grave enfermedad de su hermana menor. Una amiga mía acaba de perder a uno de sus sobrinos. Un suicidio cruel ha acabado con una vida joven y vibrante. Son solo tres ejemplos muy recientes y cercanos. ¿Quién pone luz en esta oscuridad? Podríamos taparnos los ojos y decir que la vida es hermosa, que todo va bien, pero entonces estaríamos engañándonos. La fe cristiana no huye de la realidad: la atraviesa con la fuerza de la esperanza.

Cuando nuestros amigos viven situaciones dolorosas no necesitan muchas palabras de ánimo y mucho menos directrices. Se conforman con que escuchemos con respeto sus historias. Escuchar implica vaciarse. Tal vez se nos ocurren muchas cosas que decir, pero no es el momento. Si no me vacío de mis cosas, no tengo espacio para acoger lo que la otra persona quiere comunicarme. Por eso, es tan desagradable que cuando alguien nos está contando algo íntimo, cortemos su discurso con intervenciones de este tipo: “Pues a mí me ocurrió algo parecido” o “No te preocupes, todo pasará”. Y mucho menos, frases estúpidas como: “Alegra esa cara, hombre, que pareces un muerto” o “Todos tenemos problemas”. Escuchar es escuchar; o sea, hacerse todo oídos para que la otra persona pueda hacerse toda palabra. Las tres personas amigas que compartieron ayer su situación conmigo por teléfono me merecen el mayor aprecio. Obviamente, las situaciones que están viviendo son muy diferentes. No es lo mismo un dolor de espalda que un suicidio. Pero, más allá de esta diferencia objetiva, la actitud de escucha debe ser semejante.

Voy encontrando por los caminos de la vida muchas personas que no tienen a nadie que las escuche, que nadie aplica en sus heridas el “bálsamo de la escucha”. No tienen más remedio que tragarse su soledad, su angustia, sus recuerdos, sus resentimientos, sus dolores o sus preguntas. Por eso, aunque no figure en la lista de las obras de misericordia, yo añadiría una más a las 14 (siete corporales y siete espirituales) que nos propone la Iglesia”: “Escuchar a quien necesita hablar”. Creo que todos sabemos por experiencia el poder liberador que tiene la palabra. Cuando se nos da la oportunidad de expresar lo que llevamos dentro y alguien lo escucha con atención, respeto y cariño, se produce un milagro curativo. Aprendemos a explorar nuestro interior, empezamos a darle un sentido y, a menudo, encontramos claves para afrontar la vida de otra manera. En este mundo ruidoso y cacofónico en el que vivimos, ¡cómo se aprecia encontrar a alguien que te escuche con calma, sin prejuicios, sin afán de venderte recetas, sin apuro! Me gusta mucho escuchar a las personas y valoro el ser escuchado. No es necesario ser rico para compartir este tesoro con los demás. En general, quienes no disponen de muchos bienes materiales han desarrollado a menudo habilidades que son más necesarias para la vida que un buen cheque. El escuchar a otros cuando les “duele el alma” es una de ellas. Por suerte, aunque a veces tengamos la sensación contraria, Dios siempre nos escucha. La liturgia del próximo domingo nos va a proponer este asunto, así que podemos dejarlo para la entrada de mañana. Buen fin de semana.


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