La habitación –o quizá mejor la celda– medía seis metros de largo por casi cinco de ancho. Estaba fuera
de la clausura monacal. Tenía una sola ventana tapada por un biombo para que la luz no molestara mucho al enfermo que allí moraba. Dentro había pocas cosas: un catre, algunas
sillas, una mesa con un crucifijo y dos velas y poco más. Se ubicaba en el ala
norte de la abadía
cisterciense de Fontfroide, la más bella del sur de Francia. Desde 1901
no hay monjes en ella. La familia Fayet, que compró la propiedad en 1908, la ha convertido en
un lugar turístico. Solo una discreta placa en una capilla lateral de la hermosa iglesia gótica, hoy desacralizada, nos recuerda que 30 años antes de que los monjes salieran, el 24 de octubre de
1870, a las nueve menos cuarto de la mañana, murió allí, en una celda del ala
norte, san Antonio María
Claret, el fundador de la congregación misionera a la que pertenezco.
Han pasado ya 149 años.
¿Cómo fue a parar allí, a ese recóndito lugar, el que había sido arzobispo de Santiago de Cuba y luego de Trajanópolis in partibus infidelium? ¿Cómo acaba así, escondido en un viejo monasterio, el confesor de la reina Isabel II que había vivido en grandes ciudades como Madrid, París o Roma? Su final parece más propio de una novela policiaca que de la vida de un santo. Desde su regreso de Cuba en 1857, Claret tenía su residencia en Madrid, pero tuvo que salir de España en septiembre de 1868 como consecuencia de la “revolución septembrina”. Se refugió primero en Pau (Francia) y luego en París. El 2 de abril de 1869 llega a Roma. El 8 de diciembre de ese mismo año asiste a la apertura del Concilio Vaticano I. Debido a la interrupción del Concilio por motivos políticos y a su precaria salud, abandona Roma y regresa a Francia. Se instala en la comunidad que los misioneros claretianos tienen en Prades, junto a la frontera española, en la región de los Pirineos Orientales. Pero, ante el temor de ser apresado por los republicanos españoles –que lo consideraban un símbolo del régimen caído– se refugia en la abadía cisterciense de Fontfroide. El santo misionero acaba como un fugitivo. Sobre su tumba, en el pequeño cementerio de los monjes, se colocó una placa de mármol con las palabras del papa Gregorio VII: “Amé la justicia y odié la impiedad; por eso muero en el destierro”.
¿Cómo fue a parar allí, a ese recóndito lugar, el que había sido arzobispo de Santiago de Cuba y luego de Trajanópolis in partibus infidelium? ¿Cómo acaba así, escondido en un viejo monasterio, el confesor de la reina Isabel II que había vivido en grandes ciudades como Madrid, París o Roma? Su final parece más propio de una novela policiaca que de la vida de un santo. Desde su regreso de Cuba en 1857, Claret tenía su residencia en Madrid, pero tuvo que salir de España en septiembre de 1868 como consecuencia de la “revolución septembrina”. Se refugió primero en Pau (Francia) y luego en París. El 2 de abril de 1869 llega a Roma. El 8 de diciembre de ese mismo año asiste a la apertura del Concilio Vaticano I. Debido a la interrupción del Concilio por motivos políticos y a su precaria salud, abandona Roma y regresa a Francia. Se instala en la comunidad que los misioneros claretianos tienen en Prades, junto a la frontera española, en la región de los Pirineos Orientales. Pero, ante el temor de ser apresado por los republicanos españoles –que lo consideraban un símbolo del régimen caído– se refugia en la abadía cisterciense de Fontfroide. El santo misionero acaba como un fugitivo. Sobre su tumba, en el pequeño cementerio de los monjes, se colocó una placa de mármol con las palabras del papa Gregorio VII: “Amé la justicia y odié la impiedad; por eso muero en el destierro”.
Si Jesús, el
profeta del amor, murió en una cruz, no es extraño que sus mejores seguidores corran
una suerte parecida. Claret pudo haber muerto en alguno de los catorce atentados
que padeció a lo largo de su vida, pero no sucedió. Murió desterrado, como si su destierro político
fuera, en realidad, un símbolo de un destierro más profundo. Con 62 años y diez meses pertenecía
más al cielo que a la tierra. Es verdad que murió fuera de su patria, aunque no
demasiado lejos. Es verdad que no murió en un cadalso o en un hospital, como
había sido su deseo. Pero, aunque las circunstancias no fueron las mejores, no murió
solo o abandonado. Los monjes cistercienses, comenzando por el abad –el santo padre
Jean– le prodigaron todos los cuidados posibles desde su hospitalidad
monástica. Y los misioneros claretianos –comenzando por los padres Josep Xifré, el superior
general de entonces, y Jaume Clotet– estuvieron en todo momento pendientes de él. Murió,
pues, desterrado, pero no solo. Conocemos con mucho detalle cómo fueron sus últimos
días, desde el 6 de agosto –fecha en que llega al monasterio de Fontfroide, procedente de
Prades– hasta el 24 de octubre, fecha de su muerte. El padre Jaume Clotet anota
todo cuidadosamente en su cuaderno de notas y escribe numerosas cartas contando
los pormenores. Se convierte en el evangelista improvisado que narra con
precisión forense la pasión y muerte del santo misionero, con el que se identificaba
plenamente.
Su cuerpo
permaneció en el cementerio cisterciense 27 años. Hasta 1897 no pudo ser
trasladado a Vic, la casa-madre de los misioneros claretianos. Pero, incluso después
del traslado, durante la guerra civil española, tuvo que ser escondido en
varios lugares para evitar su profanación. ¡Hasta en nueve sitios diferentes ha
reposado el cuerpo de Claret! Hoy yace en la cripta del Templo de san Antonio María
Claret en la ciudad catalana de Vic. Siempre me ha
impresionado que un hombre dedicado en cuerpo y alma al anuncio del Evangelio
fuera tan perseguido durante su vida e incluso después de su muerte. Es como si
el poder del mal se hubiera ensañado con quien dedicó toda su vida a hacer el
bien.
El final de la vida de Claret me ayuda a comprender mejor algo que Jesús anunció a sus discípulos de todos los tiempos: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros” (Jn 15,20). En otras etapas de mi vida he admirado al Claret misionero que va a pie de pueblo en pueblo con un hatillo en la mano. Ahora entiendo que esa es una faceta de alguien que, en su proceso de configuración con Cristo, experimentó en carne propia la admiración, pero también el desprecio; el éxito, pero también el fracaso; la alegría de la fe, pero también el dolor de la persecución. Seguir a Jesús significa estar dispuesto a las duras y a las maduras, conscientes de que el final es siempre el encuentro con el Dios de la vida.
El final de la vida de Claret me ayuda a comprender mejor algo que Jesús anunció a sus discípulos de todos los tiempos: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros” (Jn 15,20). En otras etapas de mi vida he admirado al Claret misionero que va a pie de pueblo en pueblo con un hatillo en la mano. Ahora entiendo que esa es una faceta de alguien que, en su proceso de configuración con Cristo, experimentó en carne propia la admiración, pero también el desprecio; el éxito, pero también el fracaso; la alegría de la fe, pero también el dolor de la persecución. Seguir a Jesús significa estar dispuesto a las duras y a las maduras, conscientes de que el final es siempre el encuentro con el Dios de la vida.
Feliz fiesta de san Antonio María Claret
(1807-1870)
Feliz fiesta también para ti, Gonzalo, continuamos el camino unidos por la fe, el carisma y la oración. Un abrazo
ResponderEliminarFeliz fiesta a todos los que pertenecemos a la familia claretiana, por seguir los pasos,por acercar a mucha gente a la Fe por mostrar a Jesucristo tal y como es, en la vida sencilla de cada uno, en las tareas ordinarias....
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