Pocos días antes de terminar el Concilio Vaticano II, unos 40 obispos de la Iglesia católica, la mayoría latinoamericanos, firmaron el 16 de noviembre de 1965 el conocido como Pacto de las catacumbas. El documento se firmó después de haber celebrado la Eucaristía en las catacumbas de Domitila, en Roma. El Pacto contiene trece cláusulas por las cuales los
firmantes se comprometían a llevar una vida sencilla y sin posesiones, “según
el modo ordinario de nuestra población”, rechazar los símbolos, títulos y
privilegios de poder, no participar de agasajos ni banquetes organizados por
los poderosos, transformar la “beneficencia” en “obras sociales basadas en
la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas”, dando
prioridad a los “pobres” y “personas y grupos trabajadores y
económicamente débiles y subdesarrollados”, para impulsar el “advenimiento
de otro orden social, nuevo, digno de los hijos del hombre y de los hijos de
Dios”. Entre los firmantes estaban figuras muy conocidas como los obispos Hélder Câmara (Brasil),
Leonidas Proaño
(Ecuador) y Sergio
Méndez (México). Como curiosidad,
el único español firmante fue monseñor Rafael González Moralejo, obispo
auxiliar de Valencia.
Cuento esta historia porque
el pasado domingo (día 20 de octubre), en el mismo lugar (las Catacumbas de Domitila)
se firmó un nuevo pacto que lleva un nuevo título: Pacto
de las Catacumbas por la casa común. Para comprender mejor el alcance
de este nuevo pacto conviene prestar atención al subtítulo: “Por una Iglesia con
rostro amazónico, pobre y servidora, profética y samaritana”. Está firmado
por un grupo de participantes en el Sínodo
Pan-amazónico que se concluirá el próximo domingo 27. El nuevo pacto es
más extenso que el de 1965. Consta de quince cláusulas. El primer compromiso
expresa con claridad el enfoque ecológico de este nuevo pacto: “Asumir, ante
la extrema amenaza del calentamiento global y el agotamiento de los recursos
naturales, un compromiso de defender en nuestros territorios y con nuestras
actitudes la selva amazónica en pie. De ella provienen las dádivas del agua
para gran parte del territorio sudamericano, la contribución al ciclo del
carbono y la regulación del clima global, una incalculable biodiversidad y una rica
socio diversidad para la humanidad y la Tierra entera”.
El último hace referencia al compromiso con los pobres: “Ponernos al lado de los que son perseguidos por el servicio profético de denuncia y reparación de injusticias, de defensa de la tierra y de los derechos de los pequeños, de acogida y apoyo a los migrantes y refugiados. Cultivar amistades verdaderas con los pobres, visitar a los más simples y enfermos, ejerciendo el ministerio de la escucha, del consuelo y del apoyo que traen aliento y renuevan la esperanza”.
El último hace referencia al compromiso con los pobres: “Ponernos al lado de los que son perseguidos por el servicio profético de denuncia y reparación de injusticias, de defensa de la tierra y de los derechos de los pequeños, de acogida y apoyo a los migrantes y refugiados. Cultivar amistades verdaderas con los pobres, visitar a los más simples y enfermos, ejerciendo el ministerio de la escucha, del consuelo y del apoyo que traen aliento y renuevan la esperanza”.
Mientras los servicios informativos
del Vaticano lo califican de un “pacto
histórico”, otros hablan de él como expresión de una
iglesia rancia frente a 2.000 años de tradición. Consideran que está “cargado
de referencias confusas, mezclas no recomendables y con un lenguaje
deliberadamente marxista”. Esta polarización expresa bien las diversas
actitudes ante el Sínodo y, en general, ante el complejo momento por el que atraviesa la
Iglesia. Una persona conservadora y sensata como el sacerdote Santiago Martín considera que
lo que está sucediendo en el Sínodo es algo tan escandaloso que parece casi “irreal”.
Otros, por el contrario, piensan que se está gestando un cambio
atrevido que puede ayudar a poner a la Iglesia en el siglo XXI. Lo que más me extraña no es la diversidad de opiniones, sino la virulencia con la que se expresan, sobre todo en páginas y blogs de católicos conservadores. El papa Francisco se ha convertido en objeto de sus iras. Lo consideran un papa contemporizador. Algunos incluso se atreven a calificarlo de hereje. ¡Lástima que tanto celo no se oriente a una mejor causa!
Yo no
tengo todavía un juicio formado. Espero el documento final. De todos modos,
percibo con claridad las tensiones. Hay personas que ponen el acento en la
doctrina. Temen que el Sínodo -y posteriormente el papa Francisco en su exhortación postsinodal- puedan
alterar elementos esenciales. Otras personas se fijan en la realidad cambiante de las personas y los pueblos.
Su preocupación es discernir por dónde está empujando el Espíritu Santo a la Iglesia
en este tiempo. Admitamos, de entrada, que unos y otros actúan con buena voluntad y buscan lo mejor para la causa del Evangelio. Las dos
fuerzas (la conservadora y la innovadora) han estado presentes a lo largo de la
historia de Iglesia. No hay vida ni crecimiento sin tensiones. Esto no debería escandalizarnos. Lo que importa
no es ver quién domina, quién aglutina más apoyos y maneja mejores estrategias, sino hacer juntos un verdadero discernimiento,
colocarnos ante el Espíritu y distinguir con claridad el nivel de nuestras
ideas (legítimas, pero demasiado humanas) y los impulsos del Espíritu (a menudo
complejos, pero siempre provenientes de Dios). Una Iglesia que tenga miedo al
discernimiento y que se contente con “conservar” la Tradición acabará por
convertirse en un fósil. No creo que nadie quiera hacer de la Iglesia un museo arqueológico. Somos una comunidad viva en continua renovación.
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