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martes, 29 de octubre de 2019

Creer a los 30 (y más)

El pasado domingo estuve conversando un buen rato con un viejo amigo de la infancia, hoy obispo. Me contó la historia de algunas “conversiones” de las que él ha sido testigo. La que más me llamó la atención fue la de un joven psiquiatra. Agnóstico declarado, experto en descifrar todo desde claves psicoanalíticas, sintió que el mundo se le venía abajo cuando por casualidad visitó un monasterio. Allí no se dio ningún proceso de lenta maduración intelectual. Todo sucedió de golpe, como si la gracia de Dios lo hubiera conquistado. Mi amigo me decía que esta conversión se parecía mucho a la de Manuel García Morente.

Creo que no hay dos historias iguales. Con la fe sucede lo mismo que con el enamoramiento. Hay personas que la van descubriendo poco a poco, con continuos viajes de ida y vuelta, y personas que en un momento dado se sienten arrebatadas, enamoradas, sin saber por qué ni cómo. Lo único que saben es que ya no pueden vivir de la misma manera, que todo adquiere un nuevo significado. Estas historias siguen sucediendo hoy. Cada vez me encuentro con más personas que no fueron bautizadas de niños, que han vivido en el seno de familias no creyentes (hijos de la generación de padres “secularizados”) y que luego, por las avatares de la vida, sin que medie el influjo familiar, van descubriendo las huellas del misterio de Dios y la fuerza atractiva de Jesús y su Evangelio.

¿Cómo se acompaña a una persona que con 20, 30 o 40 años descubre (o redescubre) la fe y quiere hacer un camino de transformación personal? Muchas de nuestras parroquias y comunidades cristianas no están preparadas para estos nuevos itinerarios. Hay mucha experiencia en las catequesis prebautismales, de primera comunión, de confirmación, etc., pero muy poca en itinerarios de fe para jóvenes y adultos que quieren incorporarse a la Iglesia. A veces, se resuelven estas peticiones de una manera superficial, casi mecánica, con lo que dejan a los neoconversos con una gran insatisfacción. Algunos se preguntan si ha merecido la pena dar el paso cuando se encuentran con comunidades que no están preparadas para acogerlos, que no vibran con su emoción y que no tienen mucho que ofrecerles, salvo un estilo de vida un poco rutinario. Los “viejos cristianos” tendríamos que dar gracias a Dios porque su Espíritu sigue suscitando el don de la fe en personas que nunca hubiéramos imaginado a través de mediaciones que escapan a nuestro control. Quienes descubren la fe a la altura de los 20, 30 o 40 años no suelen hacerlo por nuestras catequesis, publicaciones o planes pastorales. Son fruto de la sorprendente gracia de Dios que actúa como y donde quiere. Como leemos en los Hechos de los apóstoles, “el Señor añadía cada día al número de ellos los que iban siendo salvos” (2,47). Es una iniciativa de Dios, no el resultado de nuestras estrategias.

Es verdad que una gran mayoría de jóvenes europeos no creen en Dios o se sienten muy alejados de la Iglesia. Pero es igualmente verdad que hay muchas historias –la mayoría de ellas desconocidas– de jóvenes adultos que se encuentran con Jesús y abrazan la fe. Necesitamos tomar conciencia de este hecho y ser imaginativos a la hora de poner en marcha una nueva pastoral que acompañe esta novedad del Espíritu. Sé que algunos jóvenes lectores de este Rincón pertenecen a este grupo. A ellos, de manera especial, quisiera decirles que me alegro mucho de se hayan encontrado con Jesús porque, por muchas vueltas que dé la vida, nunca se van a sentir defraudados. Me gustaría que pudieran encontrar a otros cristianos (sacerdotes o no) que tengan la paciencia y el ánimo para escuchar sus preguntas, dudas, emociones y sugerencias.

Les diría también que se dejen acompañar por personas expertas. Muchas veces el entusiasmo de primera hora es emocionalmente muy fresco e intenso, pero también superficial, demasiado expuesto al cansancio y a las tentaciones. Necesita echar raíces para que pueda dar frutos duraderos. Uno de los elementos que más ayuda a consolidar la fe inicial es una experiencia de oración humilde, sostenida en el tiempo y alimentada con la meditación de la Palabra de Dios. El otro es la pertenencia a una comunidad en la que se pueda compartir la fe, cultivar la formación permanente, celebrar la Eucaristía y tener un compromiso de servicio a los más necesitados. No es fácil encontrar este tipo de comunidades vivas, pero existen. Quien busca, encuentra; a quien llama, se le abre. Hay una fe fresca que se debe acoger con gratitud.


1 comentario:

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