Cuando uno se encuentra a 8.341 kilómetros de su pueblo natal y a 6.991 de su lugar de residencia, es normal que sienta de otra manera las noticias sobre un compañero moribundo, una familiar operada, un amigo en tratamiento y otras muchas situaciones incontrolables a distancia. La tentación es abandonarse al
pesimismo. El hecho de que uno no pueda hacer lo que le gustaría hacer (por
ejemplo, estar muy cerca de las personas sufrientes) no significa que no pueda
hacer nada. Aparte de sentir (que es una forma excelente de comunión), puede también
rezar. De hecho, algunas de estas personas me han dicho expresamente: “Tú, reza”,
como queriendo decir: “No te preocupes por las cuestiones materiales. Ya habrá
quien se encargue de eso. Tú, dedícate a presentarle a Dios las necesidades”.
Si uno no tiene un mínimo de fe, la primera reacción es cáustica. ¿De qué sirve rezar cuando lo que de verdad se precisa es una solución médica, una ayuda económica o un acompañamiento afectivo? Es muy fácil caer en esta tentación. Es tan realista, tan humana y tan “diabólica” a un tiempo, que no se necesita ningún esfuerzo para dejarse atrapar. Es verdad que Jesús venció la suya argumentando que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4), pero hace falta mucho cuajo espiritual para suscribir su desafiante respuesta a las insinuaciones del tentador.
Si uno no tiene un mínimo de fe, la primera reacción es cáustica. ¿De qué sirve rezar cuando lo que de verdad se precisa es una solución médica, una ayuda económica o un acompañamiento afectivo? Es muy fácil caer en esta tentación. Es tan realista, tan humana y tan “diabólica” a un tiempo, que no se necesita ningún esfuerzo para dejarse atrapar. Es verdad que Jesús venció la suya argumentando que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4), pero hace falta mucho cuajo espiritual para suscribir su desafiante respuesta a las insinuaciones del tentador.
Sin embargo, solo
cuando la vida nos pone contra las cuerdas experimentamos la verdadera potencia
de la fe. Solo cuando tenemos todos los argumentos del mundo para no creer descubrimos
por qué la fe puede mover montañas. Solo cuando un sentido demasiado “realista”
de la vida nos empuja a desconfiar entendemos que la fe es una confianza
absoluta en el amor de Dios. La frase que me brota de los labios puede parecer
una dejación de responsabilidades, pero es la que mejor expresa lo que siento
(es decir, lo que creo): “Todo depende de
Ti”. Ya sé que san Ignacio de Loyola nos dio un consejo certero –“Actúa como si todo dependiera de ti,
sabiendo que en realidad todo depende de Dios”– pero confieso que lo que
ahora me conmueve más es la segunda parte. Debemos hacer lo que está en nuestra
mano, poner en juego todos los recursos, creer en la energía que los seres
humanos tenemos para transformar las cosas, pero, al final, “si el Señor no construye la casa, en vano
se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los
centinelas” (Sal 126,1). No creo en un Dios defectivo y mucho menos en un
Dios tapagujeros. Creo en un Dios al que no se le escapa la historia de las
manos, por más que a veces tengamos la impresión de que las cosas no salen como quisiéramos o que vamos de fracaso en
fracaso.
Cuando digo “Todo depende de Ti” no estoy
claudicando de mi responsabilidad, no me lavo las manos como si fuera un
Pilatos redivivo, no hago de Dios una solución mágica a los problemas. Me
limito a practicar la fe, a hacer de ella una fuente de sentido y confianza, a
saber que, por muy responsable y creativo que sea, la realidad no depende de
mí. Me sé contingente, limitado, incapaz de hacerme cargo de todo lo que me
supera. A Dios no lo supera nada. Por eso, toda oración es siempre eficaz,
aunque no produzca los frutos que uno considera imprescindibles. No hay ejercicio
de fe que caiga en saco roto. No hay invocación a Dios que se quede sin
respuesta, porque no nos dirigimos a un Dios sordo o arbitrario, sino a un
Padre que quiere lo mejor para sus hijos: “Pues
si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto
más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas [o el Espíritu
Santo, como dice la versión de Lucas] a los que le piden?” (Mt 7,11). Comprendo
que no siempre captamos la profundidad de estas palabras, sobre todo cuando la
vida concreta parece no regalarnos las “cosas buenas” que el Padre nos promete,
pero es en el ejercicio paciente de la confianza donde se acrisola la verdadera
fe. Al final, hagamos lo que hagamos, “todo
depende de Ti” porque solo Tú eres la fuente del amor.
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