Ayer les dije a los 38 claretianos indios a los que estoy acompañando en un retiro de cinco días que eran –éramos– unos privilegiados. ¿Quién puede permitirse interrumpir sus
ocupaciones para dedicarse cinco días al silencio y la meditación? Desde el
punto de vista laboral, es un lujo; desde el punto de vista misionero, es una
necesidad. Sin estos espacios y tiempos dedicados a la escucha atenta de la Palabra
de Dios, acabaríamos por no saber qué –o quién– nos mueve a hacer lo que
hacemos, a ser lo que somos. Sucumbiríamos a la rutina y al desgaste. El retiro de este año tiene
un significado especial. Se inscribe dentro de los preparativos para celebrar
el Golden Jubilee de la llegada de
los claretianos a la India. En 2020 celebraremos el 50 aniversario. Es una oportunidad
para agradecer lo vivido, evaluar el camino recorrido y, sobre todo, proyectarnos hacia
el futuro. Gracias a Dios, en un periodo relativamente corto de tiempo, somos ya
unos 600 claretianos agrupados en cinco provincias: Bangalore, Chennai, Santo
Tomás, Noreste y Calcuta. La intuición del claretiano alemán –Franz
X. Dirnberger– que acompañó a los primeros claretianos indios fue
certera. Él, que había sido soldado en la Segunda Guerra Mundial, repetía a
menudo que “para esta batalla [se refería
a la evangelización] necesitamos ante todo formar soldados”. Por eso, durante la
primera década (de 1970 a 1980) se dedicaron casi exclusivamente a suscitar
vocaciones nativas y formarlas. Solo después, a medida que los jóvenes misioneros terminaban su formación inicial, se fueron abriendo misiones. La estrategia dio excelente resultado. Hoy son
casi cien las misiones por todo el país.
Ayer les recordé
lo que dice el capítulo 25 del libro del Levítico sobre la institución del jubileo. Al cabo de 50 años –cosa que nunca acabó de funcionar en Israel– las
cosas debían volver a su estado original. Era un tiempo de libertad,
reconciliación y alegría. Los tres ingredientes
son imprescindibles hoy. De libertad hablamos hasta en la sopa, pero quizá
nunca hemos sido tan sutilmente manipulados como hoy. Las esclavitudes (no solo las de Libia) abundan. Compramos lo que quieren
que compremos, opinamos como nos sugieren
los medios de comunicación, entregamos alegremente
nuestros datos personales a las grandes corporaciones informáticas para que hagan con ellos
lo que quieran (entre otras cosas, vendérselos a las empresas interesadas a su vez en vendernos sus productos),
etc. Pero como formamos parte de sociedades nominalmente “libres”, nos sentimos
tan a gusto. ¡Que nos quiten lo bailado!
Lo de la reconciliación tiene otros
matices. Estamos bastante rotos. Hemos cortado vínculos con la naturaleza, con
otras personas y con Dios. Reconciliarnos significa volver a juntar lo que se
ha roto, convencidos de que “el todo es más importante que la parte”. No es nada
fácil. Los políticos no nos dan muy buen ejemplo. Presumen de enfrentamientos
diarios. Se encastillan en sus posiciones para demostrar que son fuertes y
resistentes, cuando lo único que demuestran es una debilidad innata para
ponerse de acuerdo. Tampoco la Iglesia tiene las manos limpias. No hemos hecho
mucho caso de las palabras de Jesús: “Que todos sean uno”. Estamos bastante
fragmentados. O sea, que también la reconciliación es un desafío pendiente.
Dejo el asunto de
la alegría para el final porque merece un tratamiento aparte. Siguen impresionándome
las palabras con las que el papa Francisco abre su exhortación Evangelii gaudium: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta
de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y
avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia
aislada” (n. 2). Sí, el individualismo contemporáneo conduce a la tristeza.
No hay más que abrir los ojos. Es fácil ver a mucha gente divirtiéndose, pero
encontrar una persona alegre de verdad es casi un milagro. ¿Qué podemos hacer? Frente
a esta tristeza individualista, el papa Francisco reconoce que “tenemos un tesoro de vida y de amor que es
lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es
una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y
elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí
donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un
infinito amor” (n. 265). Si el individualismo conduce a la tristeza, solo
el amor lleva a la alegría. La experiencia manda. No hay mucho que discutir.
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