Ayer dedicamos toda la jornada a meditar sobre la cena de Jesús con los discípulos de Emaús y, por tanto, sobre el significado de la Eucaristía en nuestra vida misionera. A
media tarde me dio por calcular el número de misas que he celebrado desde mi
ordenación sacerdotal. Redondeando, me salió la cifra de 13.500. Me estremecí.
¿Es posible que haya celebrado tantísimas veces la “memoria” de Jesús? Si es verdad
que acabamos siendo lo que comemos, tendría que ser ya como Jesús: puro pan
para los demás. Y, sin embargo, tengo la impresión de estar en los comienzos
del camino de transformación. Es probable que no tuviera que escribir esto en
el blog, pero no tengo conciencia de haber celebrado ni siquiera una misa de
forma rutinaria. Trato de poner alma, vida y corazón. Es verdad que a veces estoy
cansado, disgustado, triste o lleno de preocupaciones, pero procuro dejarme
curar por el sacramento. ¡Cuántas veces he empezado una Eucaristía como fuera
de lugar y la he terminado centrado, agradecido, contento! En cada Eucaristía
se reproduce el itinerario de Emaús. Podemos empezarla tristes, confusos y frustrados por
los sinsabores que la vida nos depara, pero si pedimos perdón, nos dejamos
iluminar por la Palabra y comemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo con fe y gratitud, se nos abren
los ojos, lo reconocemos como nuestro Señor, y podemos volver a casa
restablecidos.
Me duele mucho cuando observo a algunos sacerdotes “despachar” el sacramento como si se tratara de un obstáculo que hay que quitarse de encima cuanto antes. O cuando pronuncian las oraciones deprisa, sin sentido y sin unción. O cuando se enrollan en las homilías y, al final, cuesta trabajo saber lo que han dicho y, más aún, lo que querían decir. No es cuestión de ser un comunicador profesional o un buen actor, sino de dejarse tocar por el misterio que celebramos, incluso de estremecerse. Desde hace muchos años me acompañan los versos de León Felipe como si fueran un despertador: “Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo, / ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos / para que nunca recemos / como el sacristán los rezos, / ni como el cómico viejo / digamos los versos”.
Me duele mucho cuando observo a algunos sacerdotes “despachar” el sacramento como si se tratara de un obstáculo que hay que quitarse de encima cuanto antes. O cuando pronuncian las oraciones deprisa, sin sentido y sin unción. O cuando se enrollan en las homilías y, al final, cuesta trabajo saber lo que han dicho y, más aún, lo que querían decir. No es cuestión de ser un comunicador profesional o un buen actor, sino de dejarse tocar por el misterio que celebramos, incluso de estremecerse. Desde hace muchos años me acompañan los versos de León Felipe como si fueran un despertador: “Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo, / ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos / para que nunca recemos / como el sacristán los rezos, / ni como el cómico viejo / digamos los versos”.
Ese “que no se acostumbre” me ayuda a no convertir la Eucaristía diaria en
una rutina. ¡Y eso que ya van más de 13.000, sin contar todas en las que participé
desde que era niño! A algunos de mis compañeros del bachillerato les oí
comentar con un poco de sorna: “¡Yo hace
años que no voy a misa; bastantes tengo ya con las que me tragué (sic) siendo
estudiante (o seminarista)!”. Yo me he “tragado” muchísimas más y confieso
que no podría vivir sin la Eucaristía diaria. Por algo, una de las peticiones
del Padrenuestro es: “Danos hoy nuestro
pan de cada día”. ¿Sirve de algo llevar una existencia eucarística? Todas
las preguntas que empiezan con el verbo “servir” suelen tener un tufillo
eficacista, pero me atrevo a responder así: “Sirve para parecerse un poco más a
Jesús y, dentro de las debilidades humanas, ser pan para los demás”. Pero para
esto me falta bastante, mucho, casi todo.
Cuando pienso en
la larga y tumultuosa historia de la Iglesia, caigo en la cuenta de que, en
medio de cambios, cismas, divisiones y luchas de todo tipo, la Iglesia nunca ha
perdido el tesoro de la Eucaristía. Es más, no sería la comunidad de Jesús sin
el sacramento de su presencia. Han variado las formas de celebrarla, se le ha
dado una importancia distinta según las épocas, pero nunca la Iglesia ha prescindido
de la Eucaristía. Me parece un verdadero milagro. ¿Qué podríamos hacer para que
las personas que no acaban de descubrir su significado se sintieran sacudidas?
¿Qué podríamos hacer para mejorar su celebración, de modo que muchos cristianos
no tengan la impresión de estar perdiendo el tiempo y de cumplir con un rito insignificante?
¿Qué se necesita para que uno llegue a decir que le falta algo vital cuando no
participa en la Eucaristía? No son preguntas retóricas. Constituyen un acicate
que me espolea como sacerdote. Al menos, en lo que de mí depende, quisiera
esforzarme por hacer de cada Eucaristía una entrega de pan fresco, recién
horneado, no una cena con pan recalentado. Los discípulos de Emaús me están
dando mucha guerra. ¡Menos mal que ya hoy volvemos con ellos a nuestra particular Jerusalén!
Hermoso testimonio, gracias!
ResponderEliminarGracias Gonzalo. Muchas gracias!
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