La lengua española es más cruel que la italiana. En la lengua de Dante decimos que
uno es ventenne, trentenne, quarantenne,
cinquantenne, sessantenne, settantenne, ottantenne y hasta novantenne. O sea, que uno está en la década de los veinte,
los treinta, los cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los setenta, los ochenta
y hasta los noventa años. Todas las décadas son tratadas del mismo modo, con
exquisita neutralidad. Nadie tiene por qué sentirse ofendido y vilipendiado,
por lo menos desde el punto de vista lingüístico. Pero, ¡ay!, en español no
sucede así. Cuando uno tiene entre veinte y veintinueve años decimos que es un veinteañero (lo equivalente al italiano ventenne). Cuando tiene entre treinta y
treinta y nueve, decimos con amabilidad que es un treintañero (sigue el paralelismo con el italiano trentenne). Pero cuando uno se interna
en la crítica década de los cuarenta comienzan las desgracias. Deja de ser
“añero” y se convierte en otra cosa que suena decadente. Ya no decimos cuarentañero (¡hasta el corrector
ortográfico de Word me ha señalado en
rojo esta palabra inexistente en castellano!) sino que empezamos a hablar de
cuarentones, cincuentones, sesentones, setentones, ochentones y noventones. No es una mera cuestión lingüística. Es
una forma sonora de decirle a uno que ha dejado de ser joven y que es mejor que
no lo disimule. Un tipo de 45 años, por atlético, sonriente y vivaracho que
parezca, no deja de ser un “cuarentón”, aunque la expresión académica sea “cuadragenario”. La lengua no perdona. No sabe de liftings y otras paparruchas. No digamos
nada de las décadas posteriores. Tenemos que cumplir cien años para recuperar
un poco de dignidad. Entonces se acaban los oprobiosos “tones” y empezamos a ser
centenarios, que es una palabra cargada de prestigio. Pero pocos llegan a esta
meta. La mayoría naufraga en las décadas anteriores.
Es obvio que yo
me encuentro en una de las etapas de los “tones”. No importa si me siento más o
menos joven. No es cuestión de sentimientos sino de dictámenes. La gramática es
implacable. Por eso, cuando lo de “sesentón” me resulta un poco ofensivo –o, por
lo menos, despectivo– me refugio en la placidez de mi segunda lengua. Que
alguien me llame sesantenne me
resulta mucho más agradable que me diga “sesentón”. Por algo se suele decir que
nuestra verdadera patria no es el territorio donde hemos nacido o el país que
expide nuestro pasaporte, sino la lengua (o las lenguas) que hablamos. A veces,
me he sentido más a gusto en algunos países hispanohablantes de Latinoamérica o
en el bel paese italiano que en mi
España natal, sin que esto signifique que reniegue de mis orígenes. Pero la
dureza de la lengua es síntoma de una dureza social y política que a veces me resulta irritante.
Estoy viviendo con tristeza y casi amargura la tirantez política que se respira
en España en los últimos meses. Y todavía faltan algunos ingredientes para que
el cóctel resulte venenoso: la sentencia sobre los líderes separatistas
catalanes, la exhumación de Franco del Valle de los Caídos, la campaña
electoral, las consecuencias del Brexit, etc. ¿Será imposible que surjan nuevos
líderes con una mentalidad renovadora y reconciliadora?
Aunque la lengua
castellana sea cruel con los que tenemos más de 40 años –miembros a la fuerza
del club de los “tones”– hay que reconocer que, si la salud acompaña, es una
etapa de la vida de creatividad, serenidad, compasión y sentido del humor. Es
probable que cuando se acuñó la expresión, los que tenían más de 40 años eran
ya unas personas vetustas, condenadas al arrastre, como se dice vulgarmente. Hoy
no es así. Por eso, reivindico las etapas de la madurez y senectud como etapas
de la vida que pueden contribuir mucho a la integración social. Amainados los
excesos y las pasiones de la edad juvenil, es posible contemplar la vida con
amabilidad. Si además del peso de la experiencia, uno disfruta de la luz de la
fe, entonces se puede contemplar el pasado con gratitud, el presente con
serenidad y el futuro con esperanza.
Personas así no van por la vida de inquisidores, siempre con el revólver
(el dialéctico, se entiende) en la mano, criticando con agresividad y amargura todo y a todos, sino que desarrollan una gran capacidad de comprensión
(porque son conscientes de su fragilidad), de compasión (porque saben que la
única medicina que cambia a las personas es el amor) y de buen humor (porque
han percibido la enorme distancia que hay entre sus sueños y la realidad y, sin
embargo, no se desesperan, la contemplan con una mirada un poco burlona). Reivindico
a los “tones” como un patrimonio social que conviene preservar.
Hola, en la lengua polaca no se hace tanta diferencia describiendo personas de distintas décadas. No hay "tones" ni "añeros". Cada uno tiene una terminación común "latek" (lo mismo que el añero). Por eso hay 2-latek, 30-latek, 60-latek y 99-latek. Por supuesto con la cifra más avanzada se siente la diferencia de edad. Pero en el campo lingüístico el "latek" significa "el que ha cumplido unos tantos años".
ResponderEliminarPara mí mi idioma supone algo muy cristiano. Todos nosotros somos hijos de Dios y vivimos tiempo de "kairos". Aquí no importa la edad.
Tú, Gonzalo eres sesantenne más joven de los que yo conozco. Sigue así. Qué Dios te bendiga!