Este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario nos sigue ofreciendo un mensaje que habla de pobres, riqueza, injusticia y “ajuste de cuentas”, pero no estoy seguro de haber captado bien su verdadero significado. El profeta Amós -a quien el
domingo pasado presenté como un aguafiestas profesional- critica sin piedad a
quienes “se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen
corderos del rebaño y terneros del establo; tartamudean como insensatos e
inventan como David instrumentos musicales; beben el vino en elegantes copas y se
ungen con el mejor de los aceites” (Am 6,4-6). Le parece que estos
ricachones “se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría”,
creen que sus riquezas son suficientes para asegurar su futuro. Están muy
equivocados porque “irán al destierro, a la cabeza de los deportados, y se
acabará la orgía de los disolutos”. No es nada difícil trasladar esta
crítica y esta advertencia a los tiempos actuales, pero prefiero acercarme a la
luz que viene de la parábola de Jesús que nos cuenta el Evangelio de Lucas
(16,19-31). En ella aparecen algunos personajes que tienen nombre: un mendigo llamado
Lázaro, el patriarca Abrahán, Moisés y, por supuesto, Dios. Pero hay otros que
no tienen nombre: un hombre rico “que se vestía de púrpura y de lino y
banqueteaba cada día”, su padre y sus cinco hermanos. En la parábola sucede lo contrario de lo que vemos en nuestro mundo. Los ricos famosos aparecen todos los días en los periódicos con sus nombres y apellidos exhibiendo su impúdica abundancia; los pobres no tienen ni rostro ni nombre. La historia que cuenta
la parábola de Jesús es muy conocida, pero quizá no bien interpretada.
Jesús no dice que el
hombre rico sea malo y que el pobre Lázaro sea bueno. De ninguno de ellos se
hace un juicio moral. Jesús se limita a describir su situación vital. Uno (el
hombre rico anónimo) “se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día”
y otro (el pobre Lázaro) “estaba echado en su portal, cubierto de
llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico”. Puede
incluso que el hombre rico fuera un cumplidor de la Ley y el pobre un
desgraciado que había malogrado su vida a causa de su inmoralidad. Aquí y ahora no interesan su comportamiento o su catadura moral. Jesús
quiere poner de relieve el fuerte contraste entre dos estilos de vida, la
brecha, el abismo, que separa dos mundos, aunque estén físicamente cercanos. El gran
problema es que el anónimo hombre rico no cae en la cuenta de que un desnivel
como este clama al cielo, de que Dios, padre de todos, no puede estar contento
con estas diferencias abismales. El “abismo” que se ha creado en la tierra
entre los que tienen mucho y derrochan se reproduce en sentido contrario en el
cielo. Por eso, el Abrahán de la parábola recurre a este mismo símbolo (el abismo)
para responder al rico que le pide ayuda: “Entre nosotros y vosotros se abre
un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no
puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
El gran problema del rico
es que no se dio cuenta a tiempo de este “abismo” y, por tanto, no hizo nada
para superarlo. Desde su situación de condena, quiere prevenir a su padre y sus
cinco hermanos para que no cometan su mismo error, pero no se trata de hacer un
numerito de circo para que abran los ojos. Abrahán le da un criterio
desconcertante: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán
ni aunque resucite un muerto”. Nosotros tenemos a Jesús. Su vida y su
palabra nos hablan con claridad del mundo que Dios quiere. No hace falta que se
produzca ningún milagro. Si todos somos hijos del mismo Padre no puede haber
tantos “abismos” entre los hermanos. La situación de flagrante injusticia que
vivimos en el mundo, la distancia inmensa entre unos pocos superricos y
tantísimos pobres e indigentes no puede ser tolerada por Dios. Es verdad que
algún día las tornas se cambiarán, pero lo que el Evangelio pide es que ese día
se anticipe al hoy de nuestra vida, que no esperemos ningún acontecimiento
extraordinario para rellenar los abismos. Si la palabra de Jesús no nos
convence, no habrá ningún otro argumento más poderoso, ni siquiera el temor a
una hecatombe mundial.
Este domingo coincide con
la Jornada
Mundial del Migrante y del Refugiado. En el mensaje
del papa Francisco para la Jornada de este año, nos habla también de
los “abismos” que existen entre los que no tenemos necesidad de movernos de
nuestras posiciones (porque estamos cómodos) y quienes no tienen más remedio
que huir o emigrar (porque son perseguidos o no tienen lo suficiente para vivir
con dignidad). Estos abismos consentidos acaban creando la “cultura de la
indiferencia”. Las palabras del papa son claras: “Las sociedades
económicamente más avanzadas desarrollan en su seno la tendencia a un marcado
individualismo que, combinado con la mentalidad utilitarista y multiplicado por
la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia”. En este
escenario, las personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de la
trata, se han convertido en emblema de la exclusión porque, además de soportar
dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios
negativos, puesto que se las considera responsables de los males sociales. La
actitud hacia ellas constituye una señal de alarma, que nos advierte de la decadencia
moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del
descarte. De hecho, por esta senda, cada sujeto que no responde a los cánones
del bienestar físico, mental y social, corre el riesgo de ser marginado y
excluido”.
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