El barco Open Arms se ha convertido en símbolo de un problema para que el que no acabamos de encontrar la solución. 134 inmigrantes –aunque Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, dice que deben ser llamados migrantes– navegan a la deriva por el Mediterráneo. Salvini, el ministro italiano del Interior, se
niega –no sé con qué base legal– a que el barco atraque en un puerto italiano
para que todos puedan desembarcar y luego ser repartidos por diversos países de
la Unión. La imagen de los inmigrantes exhaustos no casa con los excesos
veraniegos. Mientras media Europa está de vacaciones, unas decenas de hombres y
mujeres esperan que alguien los salve de una muerte probable. ¿Por qué llegamos
a estas situaciones extremas? Salvini y los de su cuerda argumentan que se
trata de una inmigración ilegal,
promovida y explotada por mafias esclavistas, y que Europa no puede fomentar
este tráfico de seres humanos. No le falta parte de razón. La ONG Open Arms sostiene que, más allá de las
cuestiones legales, estamos ante un problema humano que debe ser resuelto sin
tardanza. Es evidente. La cuestión es de tal envergadura que exigiría una cumbre al más alto
nivel entre la Unión Europea y la Unión Africana para
concordar una política común. Lo que ocurre es que si se toca el asunto de las
migraciones aparece una ristra de otros asuntos “olvidados” que envenenan el
acuerdo.
Durante mis
vacaciones, alterno el descanso con la preparación de mi viaje a la India. No
es fácil sentarse a trabajar cuando la mayoría está de fiesta. Confieso que uno
de mis pensamientos recurrentes en tiempo de vacaciones es pensar en las personas
que nunca pueden disfrutar de un tiempo de descanso fuera de sus hogares o en
quienes tienen que trabajar durante este período para que otros nos
entretengamos. Hay muchos empleados de agencias de viajes, hoteles,
restaurantes, bares, aeropuertos y estaciones de tren y autobuses que tienen que
soportar jornadas agotadoras a veces con salarios miserables. Es triste pensar
que el bienestar de unos pocos casi siempre se basa en el trabajo de muchos,
como si fuera imposible un reparto equitativo de cargas y disfrutes. Formar
parte del grupo de privilegiados que tienen sus necesidades cubiertas se
convierte en un imperativo moral para hacer algo concreto por quienes no
disponen de lo mínimo para vivir. En vez de tantos impuestos inútiles o
malgastados, no estaría mal una especie de “impuesto vacacional” para subvenir
a las necesidades de quienes no se pueden permitir ni una semana de ocio.
Estamos ya en la
segunda quincena de agosto. Muchas personas e instituciones se preparan para la
rentrée, para la vuelta al trabajo.
Tengo la impresión de que cada año se adelanta un poco. Hace ya mucho que
terminaron aquellos veranos interminables en los que algunas personas podían
permitirse dos o tres meses de vacaciones. Ya ni siquiera el famoso “mes de
vacaciones”. Los días libres se reparten a lo largo del año para hacer más
llevadero el ritmo laboral y quizá también para no concentrar demasiados gastos
en un solo periodo. Aunque la palabra “vacaciones” se asocia al descanso, la
verdad es que en muchos casos se necesita un tiempo posterior para “descansar”
de los muchos excesos cometidos durante el tiempo oficial de descanso. Hay personas
que organizan viajes estresantes o cargan su agenda con muchos eventos sociales.
Al final, tienen que confesarse a sí mismas que comienzan el nuevo curso
laboral más cansadas de como lo terminaron. Tranquilos, pronto llegarán los puentes del otoño.
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