Me gusta encontrarme con personas que veo de año en año. A veces, no pasamos de un saludo cordial, pero otras nos enfrascamos en conversaciones más íntimas. Rara
es la persona que no está atravesando alguna situación problemática. Los matrimonios
jóvenes suelen tener problemas laborales y dificultades en la educación de los
hijos. Los mayores tienen que hacer frente a sus achaques y a veces a su
incierto futuro. Cada vez se hace más difícil el cuidado de los ancianos. A los
niños los encuentro hiperestimulados. Les cuesta mucho fijar la atención en
algún objetivo y seguir las pautas de comportamiento que sus padres les
sugieren. Se saben los “reyes del mambo” y ejercen con desparpajo su autoridad
omnímoda. La mayoría de los padres claudican para no enemistarse con ellos y
sentirse culpables de sus posibles traumas. Los curas rurales están
sobrecargados de trabajo y al mismo tiempo tienen la impresión de que su
siembra es casi inútil. En el mismo campo crecen otras hierbas que poco tienen
que ver con la fe. Les resulta muy difícil conectar con los jóvenes. Es como si
habitaran planetas paralelos. Las fiestas patronales que tanto se prodigan en
estas fechas pueden parecer un espejismo en medio de un desierto de
insatisfacción. La gente come y bebe, algunos bailan, pero no es fácil
encontrar personas felices. Nos hemos puesto unas metas tan artificialmente
altas que es casi imposible alcanzarlas. La frustración está asegurada. Y en
algunos casos la depresión.
¿Cómo redescubrir
el valor de la vida sencilla? ¿Cómo caer en la cuenta de que para ser felices
no necesitamos muchas cosas sino razones para vivir, personas a las que amar y
causas por las que luchar? Un coche de mayor cilindrada no proporciona una
felicidad mayor. Tampoco los metros cuadrados de la vivienda o el número de
países visitados. La sociedad del consumo nos pone constantemente metas
externas y “comprables”. Nos asegura que ingiriendo algunos alimentos y
comprando determinados productos de belleza y moda, además de un bronceado
perfecto, seremos sanos, bellos y felices. Y nosotros nos lo creemos y pagamos religiosamente lo que haya que pagar.
Todo sea en pro de una felicidad que se ha convertido en el dogma
contemporáneo. Todos tenemos que ser felices por real decreto. No podemos estar
tristes, ni experimentar fracasos y frustraciones, ni sufrir achaques, ni
sorber de vez en cuando el cáliz de la soledad. Tenemos que estar siempre como
unas castañuelas. Y si con los productos ordinarios no lo conseguimos, siempre
podemos recurrir a consumos extraordinarios: la “casa de sus sueños”, unas
vacaciones en el Caribe o una operación de cirugía estética que nos quita diez
años de encima.
Anoche lucía una
preciosa luna llena. Acabado el rosario cantado por las calles del pueblo, subí
al coro de la iglesia y me incorporé al grupo de personas de todas las edades que cada año canta con entusiasmo la Salve Regina
de Hilarión Eslava. Me la sé de memoria, así que no necesito ninguna partitura.
Anoche tuve la sensación de que se cantaba con un entusiasmo especial. Por alguna
razón misteriosa, muchas personas se sienten atrapadas por la melodía. Quienes
la escuchan dicen que, durante los diez minutos que dura su ejecución, desempolvan
recuerdos y emociones que permanecen escondidos durante el resto del año. Después,
acompañé a la cofradía de la Virgen del Pino a la casa del capitán. En el
jardín del lugar donde se sirve el tradicional “refresco” –que en los últimos
años se ha convertido en una verdadera cena– estuve hasta la medianoche
hablando con unos y con otros, sintiendo que no se necesita mucho para una vida
serena. La Virgen Madre y su fiesta tienen el poder de reunir a las personas,
de hacer que se sientan comunidad, de sacar de la bodega interior los mejores
sentimientos de aceptación mutua y de aprecio. Regresé a mi casa caminando y
sin dejar de mirar de soslayo a la luna oronda que se alzaba por encima de las
aguas del embalse. No tardé mucho en dormirme con un sentimiento profundo de
gratitud y de alegría serena. El río de la vida tiene sus remansos en medio de
todas sus turbulencias. Necesitamos experiencias como estas para caer en la cuenta de que los problemas no son la última palabra en la vida de las personas. Descubrir lo positivo y soñar lo nuevo son dos actividades que nos dan vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.