Este XX Domingo del Tiempo Ordinario viene cargado de energía. Jesús anuncia un fuego sobre la tierra. La imagen es un poco peligrosa en esta época veraniega en la que se multiplican los incendios en los montes. Pero el fuego de Jesús no es un fuego exterminador sino purificador. Es, en
definitiva, el fuego del Espíritu Santo que nos ilumina, calienta, abrasa, purifica y cauteriza. Aunque es una energía de paz y
reconciliación, va a provocar enfrentamientos y luchas. En tiempos pacifistas
como como los nuestros, no estamos para predicciones que rompan nuestra
tranquilidad. Si hay que elegir entre verdad y seguridad, solemos quedarnos con
la última. Es imposible ser seguidor de Jesús y querer vivir siempre una vida
exenta de tensiones y problemas. Tarde o temprano, si ponemos el dedo en la
llaga, seremos perseguidos. Hoy no se estila una persecución física, sino mediática.
La mejor manera de acabar con una persona es envenenar su fama. Disponemos de
muchos medios para hacerlo. Una vez puesto en marcha el proceso, ya no hay
nadie que lo pare. Tal vez por eso nos hemos vuelto un poco cobardes. Preferimos
callarnos algunas opiniones –sobre todo, las que resultan políticamente
incorrectas– para evitar el linchamiento público. Conozco a algunos obispos y
sacerdotes que no se atreven a proclamar con claridad el Evangelio para no
enfrentarse a las hordas modernas.
No tendríamos que
extrañarnos demasiado si somos perseguidos. Jesús nos lo advirtió con claridad.
En todas las épocas y lugares los cristianos que han sido consecuentes con el
Evangelio han experimentado algún tipo de repulsa. Estar en el mundo sin ser del
mundo exige siempre pagar un precio. Si hoy, por ejemplo, defiendes que en el
proyecto de Dios el ser humano ha sido concebido como hombre o como mujer –y no
como algo neutro, moldeable según la propia voluntad o la cultura ambiental– lo
más probable es que los representantes de la llamada “ideología
de género” se levanten en armas. Si uno cree que todo ser humano tiene derecho
a la libre circulación en busca de una vida mejor, enseguida será tachado de
antipatriota o de algo peor. Los ejemplos se pueden multiplicar. Todo lo que
cuestione el orden imperante acaba siendo criticado y, si es posible, reprimido.
Es obvio que el Evangelio de Jesús tiene muchos aspectos cuestionadores. Los
cristianos acentuamos unos y silenciamos otros, a veces según nuestra
conveniencia; otras, atendiendo a las circunstancias de tiempos y lugares. En cualquier
caso, siempre estamos en el punto de mira. Si todo el mundo habla bien de
nosotros es probable que hayamos hecho un Evangelio a nuestra medida. O a la
medida de quienes nos escuchan.
En los últimos años
hemos insistido tanto en la necesidad de dialogar con las culturas y las
religiones que nos hemos olvidado de que el cristianismo es siempre –en una
medida variable– “contracultural”. Si
Jesús se hubiera limitado a congraciarse con la cultura judía, helenista o
romana, no hubiera acabado como acabó. La verdad es siempre muy arriesgada. Vivimos
en un mundo demasiado corrompido como para creer que el Evangelio puede abrirse
camino de manera triunfal. Lo que está sucediendo con el papa Francisco es un
claro ejemplo. Muchos de los que lo aplaudían con entusiasmo al comienzo de su
pontificado han comenzado ya a criticarlo con dureza porque el Papa no
sintoniza siempre con sus postulados. Los adversarios vienen de dentro y de
fuera de la Iglesia. Son conservadores y progresistas. Admiro mucho la
templanza del papa Francisco. Consciente de que es muy criticado, no pierde el
buen humor y, sobre todo, no claudica de algunas convicciones que él entiende
que son evangélicas. Algunas son compartidas por la mayoría (por ejemplo, la
necesidad de cuidar el planeta, nuestra casa común). Otras (como la defensa a
ultranza del derecho a la vida o la actitud de apertura hacia los emigrantes)
encuentran posturas muy diversas que van desde el aplauso al rechazo completo. Podemos aprender de él a ser coherentes y tolerantes, radicales y flexibles.
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