Tendría que haber escrito ayer algo, pero, aunque estoy en una casa muy bien acondicionada, nos falló la WiFi. Y ya se sabe que en este mundo moderno si te quedas sin WiFi
estás perdido. Es un chiste muy socorrido entre los religiosos contar que
cuando uno visita una comunidad por primera vez no suele empezar preguntando dónde
está la capilla, ni siquiera el comedor o la biblioteca. La pregunta ritual con
la que se inicia el diálogo se refiere casi
siempre a la contraseña de la WiFi. La capilla nos conecta con Dios.
Creemos en la presencia de Jesús en el sacramento de la Eucaristía. La WiFi nos
conecta con el mundo entero. Cuestión de prioridades. Tecleo estas notas al
filo de la medianoche, después de una jornada intensa. Afuera el termómetro
marca 26 grados, una temperatura excesiva teniendo en cuenta que estoy en El
Escorial, por encima de los mil metros sobre el nivel del mar. Para añadir más
dramatismo al asunto, leo que la
ola de calor en Groenlandia tendrá consecuencias en todo el planeta. He
decidido conectar un rato el aire acondicionado para no tener que luchar contra
las sábanas.
Aunque el asunto
del calentamiento global me preocupa mucho, lo que hoy me ha impactado ha sido
la lectura de un artículo
que comenta el último (julio de este año) barómetro del CIS (Centro de
Investigaciones Sociológicas) en España. El articulista echa mano de tópicos –como
la alusión a la célebre y malinterpretada frase de Manuel Azaña
cuando proclamó en octubre de 1931 que “España
ha dejado de ser católica”– para decir, con los datos en la mano, que ya hay en España más ateos y no creyentes que católicos practicantes. Dos tercios de los
españoles se declaran todavía
católicos, pero solo un 22,7% participa ordinariamente en la celebración de los sacramentos.
Parece que la suma de quienes se profesan ateos, agnósticos o no creyentes llega
al 29%. Cataluña y Euskadi son las dos comunidades donde se registra el mayor
número de ateos. Según los datos de la propia Conferencia Episcopal, en 2007 se
celebraron 325.271 bautizos en España mientras que el pasado año descendieron a
214.271. Ha bajado notablemente el número de bautizos de niños, pero crece
poco a poco el de adultos.
Y esta sí que es una novedad en un país en el que la práctica del bautismo de
niños era casi universal.
¿Qué nos indican
estas estadísticas? ¿Hacia dónde vamos? Se puede hacer una lectura
catastrofista (los números dan pie para ello) o, más bien, una lectura providencial. Yo me apunto a la
segunda. Los cambios tan vertiginosos que Europa está experimentando me recuerdan
a los movimientos que hacían los antiguos agricultores cuando sacudían el
cedazo para cernir o cribar el trigo de la paja. La crisis está poniendo a las
claras el verdadero valor de la fe. Muchas prácticas y estructuras caerán. Solo la fe verdadera permanecerá incólume. Me parece evidente que la Iglesia va camino
de convertirse en una minoría en esta Europa multicultural y plurirreligiosa.
Sería muy triste si esa minoría se convirtiera en un residuo de otras épocas, en una especie de grupo sobrante, en un
gueto replegado sobre sí mismo, nostálgico del pasado. Pero sería prometedor si
esa Iglesia minoritaria aceptara con humildad ser un resto. Hace un par de años que escribí
sobre este asunto en el blog. La espiritualidad bíblica del resto puede ayudarnos mucho a vivir esta
coyuntura histórica como una oportunidad de purificación, de vuelta al
Evangelio y de una nueva propuesta de vida en este contexto relativista, líquido,
posthumanista y, sin embargo, abierto a nuevas propuestas de sentido. Yo no
vivo como un drama el descenso numérico, por otra parte explicable teniendo en
cuenta “cómo se hace uno cristiano” en la actualidad. Lo que me preocupa es no
ser capaces de interpretar el momento presente y de aceptar que ser sal
significa aprender a morir en la masa sin renunciar a darle sabor. Lo que le
sucedió a Jesús le sucede también a su comunidad. Prefiero fijarme en las nuevas comunidades que nacen (toda Europa está llena de pequeñas iniciativas evangelizadoras) que en los números que descienden. Será que el taller sobre Indagación Apreciativa que estoy animando me ha distorsionado la mirada o que no estoy dispuesto a aceptar mi cuota de responsabilidad. ¡Quién sabe!
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