Estoy a un tiro de piedra del monasterio de El Escorial. Por si tiendo a olvidarlo, en la sala de trabajo donde
imparto el taller hay un enorme poster que reproduce la inmensa mole pétrea de
este complejo (palacio real, basílica, panteón, biblioteca y monasterio)
desde un ángulo muy sugestivo. Así que no tengo más remedio que fijarme en él
mañana y tarde. Esta vez no voy a visitarlo por falta de tiempo. Lo he hecho en
numerosas ocasiones. He tenido el privilegio de visitar las dependencias
interiores del monasterio (vetadas a los turistas) y las estancias por las que
se movió san Antonio María Claret, cuando, por expreso encargo de la reina Isabel II,
fue nombrado presidente
de su Patronato. A sus desvelos se debió la restauración del monasterio
después de la célebre desamortización de Mendizábal en 1835. Él se esforzó por
convertirlo en un prestigioso centro de estudios.
Respetando la voluntad de su
fundador, Felipe II, quería devolver al panteón de los reyes todo el esplendor
del culto; pero deseaba que fuese, además, el baluarte del catolicismo español.
El Escorial sería un centro del cual saldrían misioneros para toda España;
habría un seminario central, en el que se formarían los mejores seminaristas de
todas las diócesis; habría un colegio de jóvenes seglares escogidos. Los misioneros
y el colegio asegurarían una nueva generación de apóstoles y líderes
cristianos. Y –como buen hombre práctico– no olvidó preocuparse por la biblioteca
e incluso por la huerta.
Los nueve años que estuvo al frente del Patronato estuvieron erizados de
problemas. ¡Hasta fue acusado de robar custodias y otros objetos litúrgicos!
Por eso, en su autobiografía llega a escribir: “Lo mismo digo del Real Monasterio del Escorial, que no me ha dado ni
me da utilidad alguna, sino disgustos y penas, acarreándome persecuciones,
calumnias y gastos; por tres veces he intentado renunciar a la Presidencia, y
ninguna me ha sido posible. Sea todo por Dios; ya que el Señor quiere que
cargue con esa cruz, no tengo más que conformarme con la voluntad del Señor” (Aut
636).
En las vacaciones
de verano no todo se reduce a las famosas cuatro S practicadas de manera
salvaje por muchos turistas británicos: Sun
(sol), Sea (mar), Sex (sexo) y Sangría. Son numerosas las personas que visitan monumentos históricos
y gozan con su belleza y significado. Es verdad que muchos se comportan “a la
japonesa”; es decir, desenfundan sus cámaras digitales o sus móviles y se
dedican a fotografiar todo lo que se pone a su alcance sin prestar atención a
las explicaciones de los guías y sin disfrutar de una contemplación directa.
Otros, por el contrario, aprovechan la oportunidad para hacer una inmersión en
la historia. Lo que somos hoy depende, en buena medida, de lo que fuimos ayer.
El Escorial, por ejemplo, es un símbolo de un pasado grandioso, pero también de
los errores que llevaron a la decadencia. El mismo edificio ha pasado por
varias etapas, alternando esplendor y declive, como si hubiera sido un testigo
pétreo de los vaivenes de la compleja historia de España en los últimos cinco
siglos. Por cierto, hablando de historia, hoy se cumplen 40 años de la llegada al poder del dictador más longevo del mundo. He tenido ocasión de verlo de cerca.
Se dice que los
jóvenes de hoy no saben bien quiénes son porque no saben de dónde vienen. Es
una afirmación demasiado general como para ser verdadera. Pero me parece
percibir que todos somos víctimas de un presentismo
excesivo que nos hace olvidar “el peso de la historia”. Una cosa es vivir “el
poder del ahora” –por decirlo con la célebre expresión del escritor Eckhart Tolle– y
otra muy distinta ignorar que somos porque hemos sido, que el pasado nunca desaparece
del todo porque es la condición de posibilidad del presente. En este sentido,
las vacaciones de verano son una ocasión óptima para leer algún libro de historia,
visitar lugares emblemáticos y dialogar sobre nuestra manera de entender personajes
y acontecimientos. En el fondo, cuando hablamos de Felipe II, Winston Churchill,
Evita Perón o Franco, estamos hablando de nosotros mismos porque siempre, de
manera inevitable, proyectamos nuestros prejuicios, temores y expectativas.
Todas estas ideas me vienen por la cercanía al viejo e imponente monasterio de
El Escorial. No hace falta decir que estoy también a cuatro pasos del Valle de los Caídos,
un lugar polémico donde los haya, así que es mejor “no meneallo”. Feliz fin de
semana. En mi tierra se celebrará mañana la
LXIV Travesía a nado de la Laguna Negra
de Urbión, que también tiene su historia (la laguna y la travesía).
Hermoso e imponente monumento... Me conmovió la cripta donde descansan los restos de los Reyes... y quede inmóvil y contemplando por un rato (había poca gente) la habitación de Felipe II, la humildad y devoción de ese rey me impresionó....
ResponderEliminarLa historia debería ser como una lección para no cometer los mismos errores del pasado. El problema es que muchas personas jóvenes no son conscientes de la importancia de la historia. Entonces hoy en día vemos que temas que ya han pasado y sabemos que no son correctos (racismo por ejemplo) debido a la falta de información y conciencia hacia conocer "el peso de la historia" como esta mencionado en el artículo. Un saludo afectuoso
ResponderEliminar