La garúa que cae suavemente sobre Lima cala hasta los huesos. Estamos en torno a 16 grados de temperatura, pero la sensación térmica es de 10 o menos. Esta mañana he presidido la Eucaristía
con las comunidades formativas. Celebramos la
fiesta de santo Tomás, un apóstol que me cae simpático. De hecho, lo he
sacado varias veces a relucir en este Rincón.
He escrito sobre sus dos
célebres huidas. En un ejercicio atrevido, lo
he comparado con Gandhi. De
su falta inicial de fe sale la
“novena bienaventuranza”. Y hasta me he atrevido a presentarlo como
modelo de los creyentes
“de tercera generación”. Siguiendo el consejo de una amiga mía, lo he
invitado a “tocar
las heridas”. No me queda mucho más que decir. Pienso en mis hermanos
claretianos de la Provincia de Santo Tomás de la
India con quienes compartí esta fiesta hace un año. Ellos conservan una memoria
viva de este apóstol “moderno” avant la
lettre. Tendrían que declararlo patrono de los agnósticos y de todos
aquellos que necesitan ver y tocar para creer.
Me permito llamar
“moderno” a santo Tomás porque, de entrada, no cree en el testimonio eclesial, sino que aspira
a una experiencia subjetiva. A pesar de que sus compañeros le dicen que “han
visto al Señor”, él se niega a reconocerlo. Quiere verlo con sus ojos y tocarlo
con sus manos. ¿No es éste el deseo de muchos hombres y mujeres de hoy? La fe de
la Iglesia les parece oxidada. La cadena ininterrumpida de testimonios no tiene
valor para ellos. Aspiran a un imposible “Jesús sí – Iglesia no”. Hay algo de
muy noble en esta aspiración. No quieren dejarse embaucar por otros. Solo
otorgan credibilidad a la experiencia propia. No les basta con una fe heredada.
Luchan por una fe personal, fruto de una experiencia, de un encuentro, de algo
verificable. Como buenos hombres y mujeres modernos, erigen el principio de la
subjetividad como criterio absoluto. Hacen suyas las palabras de Tomás: “Si no lo veo, no lo creo”. Pero este
deseo noble tiene también su lado oscuro. Creo que esconde un sutil
orgullo. No aceptan el salto de confianza que supone la fe. El hecho de querer
tener todo atado y bien atado significa, en el fondo, una demostración de
increencia. Por eso Jesús lanza una bienaventuranza que parece dicha para los
tiempos que corren: “Dichoso el que crea
sin haber visto”. A oídos del hombre moderno, esta bienaventuranza suena como una dejación
irresponsable de la propia razón. Jesús se mueve en otros parámetros. Creer no
es el resultado de una demostración contundente, sino un ejercicio de confianza
ilimitada.
Jesús invitó a Tomás
a tocar las cicatrices de sus heridas. El relato del evangelio de Juan no dice
si lo hizo o no. Lo que sí narra es que, ante la invitación, Tomás prorrumpió en una confesión de
fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. Es como si el solo recuerdo de la crucifixión del
Maestro despertara una fe adormilada, necesitada de pruebas contundentes. Quizá
en este detalle narrativo se esconde también una pista luminosa para nuestro
tiempo. Al Resucitado no lo reconocemos en acontecimientos esplendorosos, sino,
más bien, en la invitación a tocar sus heridas abiertas en las muchas personas
que hoy siguen sufriendo. Se dice que el dolor aparta de Dios. Yo creo, más
bien, que el dolor nos coloca ante las cuerdas del misterio de Dios, que nos
quita las escamas de los ojos y nos hace ver la realidad con una hondura muy
superior a la normal. Es cierto que algunas personas “pierden” la fe cuando son
probadas por el sufrimiento, pero creo que son más las que encuentran el rostro
de Dios en el rostro de tantos crucificados que viven su prueba unidos a la
cruz de Jesús. Quizás por eso es tan difícil ser creyentes en las sociedades
opulentas en las que el bienestar se erige en aspiración colectiva. Solo quien
acepta la invitación a “tocar las heridas” prepara su corazón para una
confesión de fe como la de Tomás. Una vez más, las palabras de la Escritura aclaran
lo que experimentamos en la vida cotidiana.
Hola Gonzalo, comparto tu súplica... Un abrazo
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