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miércoles, 3 de julio de 2019

Ver para creer

La garúa que cae suavemente sobre Lima cala hasta los huesos. Estamos en torno a 16 grados de temperatura, pero la sensación térmica es de 10 o menos. Esta mañana he presidido la Eucaristía con las comunidades formativas. Celebramos la fiesta de santo Tomás, un apóstol que me cae simpático. De hecho, lo he sacado varias veces a relucir en este Rincón. He escrito sobre sus dos célebres huidas. En un ejercicio atrevido, lo he comparado con Gandhi. De su falta inicial de fe sale la “novena bienaventuranza”. Y hasta me he atrevido a presentarlo como modelo de los creyentes “de tercera generación”. Siguiendo el consejo de una amiga mía, lo he invitado a “tocar las heridas”. No me queda mucho más que decir. Pienso en mis hermanos claretianos de la Provincia de Santo Tomás de la India con quienes compartí esta fiesta hace un año. Ellos conservan una memoria viva de este apóstol “moderno” avant la lettre. Tendrían que declararlo patrono de los agnósticos y de todos aquellos que necesitan ver y tocar para creer.

Me permito llamar “moderno” a santo Tomás porque, de entrada, no cree en el testimonio eclesial, sino que aspira a una experiencia subjetiva. A pesar de que sus compañeros le dicen que “han visto al Señor”, él se niega a reconocerlo. Quiere verlo con sus ojos y tocarlo con sus manos. ¿No es éste el deseo de muchos hombres y mujeres de hoy? La fe de la Iglesia les parece oxidada. La cadena ininterrumpida de testimonios no tiene valor para ellos. Aspiran a un imposible “Jesús sí – Iglesia no”. Hay algo de muy noble en esta aspiración. No quieren dejarse embaucar por otros. Solo otorgan credibilidad a la experiencia propia. No les basta con una fe heredada. Luchan por una fe personal, fruto de una experiencia, de un encuentro, de algo verificable. Como buenos hombres y mujeres modernos, erigen el principio de la subjetividad como criterio absoluto. Hacen suyas las palabras de Tomás: “Si no lo veo, no lo creo”. Pero este deseo noble tiene también su lado oscuro. Creo que esconde un sutil orgullo. No aceptan el salto de confianza que supone la fe. El hecho de querer tener todo atado y bien atado significa, en el fondo, una demostración de increencia. Por eso Jesús lanza una bienaventuranza que parece dicha para los tiempos que corren: “Dichoso el que crea sin haber visto”. A oídos del hombre moderno, esta bienaventuranza suena como una dejación irresponsable de la propia razón. Jesús se mueve en otros parámetros. Creer no es el resultado de una demostración contundente, sino un ejercicio de confianza ilimitada.

Jesús invitó a Tomás a tocar las cicatrices de sus heridas. El relato del evangelio de Juan no dice si lo hizo o no. Lo que sí narra es que, ante la invitación, Tomás prorrumpió en una confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. Es como si el solo recuerdo de la crucifixión del Maestro despertara una fe adormilada, necesitada de pruebas contundentes. Quizá en este detalle narrativo se esconde también una pista luminosa para nuestro tiempo. Al Resucitado no lo reconocemos en acontecimientos esplendorosos, sino, más bien, en la invitación a tocar sus heridas abiertas en las muchas personas que hoy siguen sufriendo. Se dice que el dolor aparta de Dios. Yo creo, más bien, que el dolor nos coloca ante las cuerdas del misterio de Dios, que nos quita las escamas de los ojos y nos hace ver la realidad con una hondura muy superior a la normal. Es cierto que algunas personas “pierden” la fe cuando son probadas por el sufrimiento, pero creo que son más las que encuentran el rostro de Dios en el rostro de tantos crucificados que viven su prueba unidos a la cruz de Jesús. Quizás por eso es tan difícil ser creyentes en las sociedades opulentas en las que el bienestar se erige en aspiración colectiva. Solo quien acepta la invitación a “tocar las heridas” prepara su corazón para una confesión de fe como la de Tomás. Una vez más, las palabras de la Escritura aclaran lo que experimentamos en la vida cotidiana.

1 comentario:

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