Se suponía que hoy tendría que estar en la misión de Atalaya, la Esmeralda del Ucayali, en plena selva peruana, pero no es así. Estoy de nuevo en Lima. La historia tiene algo de película de
aventuras. Ayer, 170 aniversario de la fundación de mi congregación, tomé un pequeño
avión de 19 asientos en el aeropuerto de Lima. El reloj marcaba la una de la
tarde. Las dos hélices del bimotor rugían por la pista. Una vez en el aire, volamos
un buen trecho mar adentro. El avión necesitaba ganar altura antes de emprender
la remontada de los Andes. A los diez minutos el piloto giró 180 grados. El
cielo estaba cubierto de nubes espesas. Alcanzada la cota máxima, pudimos
atravesar el macizo imponente de los Andes. Los picos más altos despuntaban
entre el mar de nubes algodonosas. Hubo ligeras turbulencias. Pronto nos adentramos
en la selva. Pasada una hora de vuelo, el avión comenzó la maniobra de descenso. Por la ventanilla divisaba la masa verde de la selva y
los meandros de los ríos. Había nubes pesadas. El avión comenzó a tambalearse con cierta violencia. Los pasajeros se agarraban a los asientos. Nadie gritó. Me vino a la mente el Sub tuum praesidium. A pesar de las pésimas condiciones metereológicas, el piloto abrió el tren de
aterrizaje. Cuando parecía que ya nos disponíamos a tomar tierra, el morro del
bimotor se alzó con brusquedad, como si se tratara de un caballo al que le clavan
la espuela. El avión empezó a ganar altura entre una masa de nubes negras. Noté
un sudor frío en la frente. Creo que el copiloto dijo algo por la precaria megafonía
del avión, pero no entendí nada.
Seguimos volando
hacia un destino desconocido. Yo temí que se nos agotara el combustible en
medio de una selva ubérrima y amenazante. Por la ventanilla buscaba algún claro por si había que hacer un aterrizaje de emergencia. Todo era un manto tupido. Pasaban los minutos. Las nubes iban desapareciendo.
Los dos pilotos –visibles desde mi asiento, dado que no iban encerrados en una
cabina especial– parecían serenos. Eso me tranquilizó. Estuve tentado de
levantarme, acercarme a ellos y preguntarles qué estaba sucediendo, pero no me pareció
prudente. Al cabo de unos 40 minutos, el avión comenzó a descender. Lucía el
sol. Yo había desgranado ya varias Avemarías mientras el secretario que me acompañaba dormía plácidamente. Aterrizamos en un aeropuerto grande. Pronto divisé un cartel que decía “Bienvenidos
a Pucallpa”. Se trata de una ciudad
amazónica de más de 300.000 habitantes. Con los motores apagados, el piloto nos dio de viva voz una
somera explicación de lo que había pasado. Cuando pretendía aterrizar en
Atalaya, se encontró ante una imponente cortina de lluvia, viento y niebla, de
tal modo que no podía ver la pista de aterrizaje. Es como si de repente la pista se
hubiera vuelto invisible. Nos dijo que, tratándose de un aeropuerto tan
pequeño, no dispone de ningún sistema de ayuda. El piloto debe establecer contacto
visual con la pista. Como este no se dio, decidió abortar el aterrizaje por razones de seguridad. Aunque nos disgustó, todos comprendimos su decisión. Nos invitó luego a permanecer sentados en espera de que el
tiempo mejorara y pudiéramos regresar a Atalaya.
Como las informaciones meteorológicas que los pilotos recibían
no eran positivas, fuimos autorizados a descender y refugiarnos del sol
implacable en una de las salas del aeropuerto. Allí pude hablar personalmente
con el piloto, una persona amable y creo que competente. Me explicó con más detalle lo que había sucedido. Incluso bromeamos sobre el estilo de vida español. Tras una espera de una
hora, nos dijo que el tiempo no mejoraba y que, por tanto, tendríamos que
regresar a Lima. Confieso que sentí rabia, no tanto por mí, sino por la gente
que nos esperaba en Atalaya para celebrar la fiesta de la fundación y
desarrollar el programa previsto. Pensé renunciar al regreso, quedarme a dormir
en un hotel de Pucallpa y tomar al día siguiente alguna de las avionetas que suelen hacer la ruta a Atalaya, pero antes hablé por teléfono con uno de nuestros misioneros para conocer los detalles. Me informó de que se habían
suprimido también esos vuelos debido al mal tiempo. No tenía, pues, ningún sentido
quedarse ahí. Hacia las 16,30 emprendimos el vuelo de regreso a Lima en el mismo bimotor que nos había traído. En mi ánimo notaba una mezcla de rabia y resignación. Me venía a la mente el conocido
dicho: “Si no hace el tiempo que quieres,
tienes que querer el tiempo que hace”. ¡A fe que tuve ocasión de ponerlo en
práctica!
No me gustan los
contratiempos. Estoy muy acostumbrado a seguir programas. Ayer tuve la
oportunidad de experimentar algo no programado, evaluar la situación y tomar rápidamente
las decisiones que me parecieron más oportunas. Sentí mucho no poder pasar un
par de días con los tres misioneros que viven con los indígenas de los ríos Ucayali,
Tambo y Urubamba, pero las cosas se torcieron de tal manera que no fue posible.
La compañía ha reprogramado el vuelo para hoy, pero no estoy seguro de que no
se vuelva a repetir la misma situación, así que he decidido no probar suerte de
nuevo. El incidente de ayer es una pequeña contrariedad en comparación con las
muchas que experimentamos en otros órdenes de la vida. El desafío es siempre
transformar algo imprevisto en oportunidad para crecer, en ver más las nuevas
perspectivas que se abren que las puertas que se cierran. Creo que durante años
recordaré el modo peculiar de celebrar el 170 aniversario de mi congregación:
en camino, sin comida y aislado en un rincón de la selva amazónica. Tal vez la
vida misionera se asemeja más a esto que a un programa impecable y bien
ejecutado. Por eso mismo, disfruté tanto de la tarta (torta, como dicen aquí) que compartí por la noche con la comunidad de Lima y los colaboradores más cercanos. Aclaro que esta es la entrada número 1.111 de este Rincón de Gundisalvus. ¡Bonita coincidencia!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.