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miércoles, 17 de julio de 2019

La pista invisible

Se suponía que hoy tendría que estar en la misión de Atalaya, la Esmeralda del Ucayali, en plena selva peruana, pero no es así. Estoy de nuevo en Lima. La historia tiene algo de película de aventuras. Ayer, 170 aniversario de la fundación de mi congregación, tomé un pequeño avión de 19 asientos en el aeropuerto de Lima. El reloj marcaba la una de la tarde. Las dos hélices del bimotor rugían por la pista. Una vez en el aire, volamos un buen trecho mar adentro. El avión necesitaba ganar altura antes de emprender la remontada de los Andes. A los diez minutos el piloto giró 180 grados. El cielo estaba cubierto de nubes espesas. Alcanzada la cota máxima, pudimos atravesar el macizo imponente de los Andes. Los picos más altos despuntaban entre el mar de nubes algodonosas. Hubo ligeras turbulencias. Pronto nos adentramos en la selva. Pasada una hora de vuelo, el avión comenzó la maniobra de descenso. Por la ventanilla divisaba la masa verde de la selva y los meandros de los ríos. Había nubes pesadas. El avión comenzó a tambalearse con cierta violencia. Los pasajeros se agarraban a los asientos. Nadie gritó. Me vino a la mente el Sub tuum praesidium. A pesar de las pésimas condiciones metereológicas, el piloto abrió el tren de aterrizaje. Cuando parecía que ya nos disponíamos a tomar tierra, el morro del bimotor se alzó con brusquedad, como si se tratara de un caballo al que le clavan la espuela. El avión empezó a ganar altura entre una masa de nubes negras. Noté un sudor frío en la frente. Creo que el copiloto dijo algo por la precaria megafonía del avión, pero no entendí nada.

Seguimos volando hacia un destino desconocido. Yo temí que se nos agotara el combustible en medio de una selva ubérrima y amenazante. Por la ventanilla buscaba algún claro por si había que hacer un aterrizaje de emergencia. Todo era un manto tupido. Pasaban los minutos. Las nubes iban desapareciendo. Los dos pilotos visibles desde mi asiento, dado que no iban encerrados en una cabina especial– parecían serenos. Eso me tranquilizó. Estuve tentado de levantarme, acercarme a ellos y preguntarles qué estaba sucediendo, pero no me pareció prudente. Al cabo de unos 40 minutos, el avión comenzó a descender. Lucía el sol. Yo había desgranado ya varias Avemarías mientras el secretario que me acompañaba dormía plácidamente. Aterrizamos en un aeropuerto grande. Pronto divisé un cartel que decía “Bienvenidos a Pucallpa”. Se trata de una ciudad amazónica de más de 300.000 habitantes. Con los motores apagados, el piloto nos dio de viva voz una somera explicación de lo que había pasado. Cuando pretendía aterrizar en Atalaya, se encontró ante una imponente cortina de lluvia, viento y niebla, de tal modo que no podía ver la pista de aterrizaje. Es como si de repente  la pista se hubiera vuelto invisible. Nos dijo que, tratándose de un aeropuerto tan pequeño, no dispone de ningún sistema de ayuda. El piloto debe establecer contacto visual con la pista. Como este no se dio, decidió abortar el aterrizaje por razones de seguridad. Aunque nos disgustó, todos comprendimos su decisión. Nos invitó luego a permanecer sentados en espera de que el tiempo mejorara y pudiéramos regresar a Atalaya. 

Como las informaciones meteorológicas que los pilotos recibían no eran positivas, fuimos autorizados a descender y refugiarnos del sol implacable en una de las salas del aeropuerto. Allí pude hablar personalmente con el piloto, una persona amable y creo que competente. Me explicó con más detalle lo que había sucedido. Incluso bromeamos sobre el estilo de vida español. Tras una espera de una hora, nos dijo que el tiempo no mejoraba y que, por tanto, tendríamos que regresar a Lima. Confieso que sentí rabia, no tanto por mí, sino por la gente que nos esperaba en Atalaya para celebrar la fiesta de la fundación y desarrollar el programa previsto. Pensé renunciar al regreso, quedarme a dormir en un hotel de Pucallpa y tomar al día siguiente alguna de las avionetas que suelen hacer la ruta a Atalaya, pero antes hablé por teléfono con uno de nuestros misioneros para conocer los detalles. Me informó de que se habían suprimido también esos vuelos debido al mal tiempo. No tenía, pues, ningún sentido quedarse ahí. Hacia las 16,30 emprendimos el vuelo de regreso a Lima en el mismo bimotor que nos había traído. En mi ánimo notaba una mezcla de rabia y resignación. Me venía a la mente el conocido dicho: “Si no hace el tiempo que quieres, tienes que querer el tiempo que hace”. ¡A fe que tuve ocasión de ponerlo en práctica!

No me gustan los contratiempos. Estoy muy acostumbrado a seguir programas. Ayer tuve la oportunidad de experimentar algo no programado, evaluar la situación y tomar rápidamente las decisiones que me parecieron más oportunas. Sentí mucho no poder pasar un par de días con los tres misioneros que viven con los indígenas de los ríos Ucayali, Tambo y Urubamba, pero las cosas se torcieron de tal manera que no fue posible. La compañía ha reprogramado el vuelo para hoy, pero no estoy seguro de que no se vuelva a repetir la misma situación, así que he decidido no probar suerte de nuevo. El incidente de ayer es una pequeña contrariedad en comparación con las muchas que experimentamos en otros órdenes de la vida. El desafío es siempre transformar algo imprevisto en oportunidad para crecer, en ver más las nuevas perspectivas que se abren que las puertas que se cierran. Creo que durante años recordaré el modo peculiar de celebrar el 170 aniversario de mi congregación: en camino, sin comida y aislado en un rincón de la selva amazónica. Tal vez la vida misionera se asemeja más a esto que a un programa impecable y bien ejecutado. Por eso mismo, disfruté tanto de la tarta (torta, como dicen aquí) que compartí por la noche con la comunidad de Lima y los colaboradores más cercanos. Aclaro que esta es la entrada número 1.111 de este Rincón de Gundisalvus. ¡Bonita coincidencia!


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