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jueves, 18 de julio de 2019

Es mejor bailar

Las escuelas y colegios del Perú tienen un par de semanas de vacaciones entre finales de julio y principios de agosto con motivo de las Fiestas Patrias (28-30 de julio). Como preparación, ayer participé en el acto cívico de los alumnos de secundaria en el Colegio Claretiano de Lima. Primero recrearon los grandes hitos de la historia del Perú y luego ofrecieron una exhibición de las danzas y procesiones más significativas de varias regiones del país. Disfruté viendo cómo disfrutaban. A los chicos y chicas les gusta bailar. No sé si sucede lo mismo en los colegios de España y otros países europeos. Tengo la impresión de que el baile no está incorporado como una disciplina más al plan de estudios. Es una lástima. Sería más útil que algunas materias insufribles.


Los muchachos y muchachas peruanos de ayer tal vez no tenían el ritmo de los africanos. A cambio, mostraron gran variedad y colorido. En algún momento me hubiera gustado haberme lanzado a la pista del coliseo para disfrutar con ellos de la fuerza contagiosa de la música y del baile. Creo que las personas y grupos que bailan son más felices. Abundan los estudios sesudos sobre esta práctica saludable, pero basta apelar a la propia experiencia. ¿Por qué los seres humanos tendemos a bailar cuando nos sentimos contentos? Si algo me gusta de las interminables liturgias congoleñas es la incorporación de la danza a su manera de celebrar la fe. Por desgracia, el rito romano ha primado la sobriedad sobre otras dimensiones más importantes. La Biblia está llena de ejemplos en los que las personas bailan por y para Dios.

He conocido comunidades religiosas –siempre femeninas– que han incorporado la danza a su manera de celebrar la Liturgia de las Horas. Recuerdo, por ejemplo, un monasterio en Libreville (Gabón). De esta forma, los salmos tienen otro sabor. Confieso que a mí no se me ocurriría proponerlo en mi comunidad de Roma, pero estoy seguro de que mis hermanos africanos lo aceptarían de buen grado. Para ellos, bailar es algo connatural. Cuando bailamos, es como si cuerpo y espíritu lograsen una nueva armonía. Aparte de los efectos fisiológicos beneficiosos, el baile integra a la persona y a los grupos. Hay culturas que hacen del baile una práctica interminable para fomentar la cohesión entre sus miembros. En África es algo llamativo, pero se da también en otros continentes. Hay bailes de muchos tipos. Todos expresan la manera de entender la vida de una cultura determinada y hasta la forma de ser de una persona. Se podría decir: “Dime cómo bailas y te diré quién eres”. Las personas que nunca bailan suelen tener problemas para manifestar su verdadera identidad. El baile nos desinhibe y nos libera de temores y prejuicios. Nos ayuda también a acompasarnos con el ritmo del universo. Bailando, ponemos nuestro cuerpo a tono, en hora.

Reconozco que ayer sentí una sana envidia de los chicos y chicas que se movían al ritmo de melodías pegadizas amplificadas a un volumen a veces casi insoportable. Más que la técnica de cada tipo de danza, lo que admiré fue la alegría contagiosa de quienes se movían por la pista vestidos de las maneras más variopintas: desde la casaca roja de los húsares hasta los disfraces de diablos y monstruos. Estoy convencido de que si bailáramos más viviríamos más y, sobre todo, con más armonía personal y social. Quiero imaginarme a los diputados y diputadas de un parlamento organizando un gran baile entre todos. Probablemente alcanzarían con más facilidad acuerdos y compromisos. Pero lo mismo sucedería con las familias, las comunidades religiosas y hasta las asambleas litúrgicas. Donde la gente baila, exorciza los demonios del aburrimiento, el individualismo y el egoísmo. Se deja curar por la medicina de la fiesta, ensancha su mundo, relaja las tensiones y establece vínculos. En fin, que casi me dan ganas de dejar de escribir, poner un poco de música y empezar a mover el esqueleto.





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