Escribo esta entrada en el aeropuerto de Lima mientras espero mi vuelo de regreso a Madrid. He pasado mes y medio en tierras andinas. Han sido tantas las experiencias vividas que resulta imposible hacer una síntesis. Me vuelvo a Europa agradecido y con el horizonte ensanchado. Antes de llegar a la sala de espera 22 he tenido que hacer una larga cola para entregar mi equipaje, otra para el control de seguridad y otra para el control de migración. En la primera he visto a familias enteras que despedían al papá o a la mamá que viajaban como emigrantes a Europa. Las escenas eran emocionantes. He imaginado el drama que supone tener que separarse de la familia para ganarse el pan. Conozco de cerca las consecuencias que a menudo tienen estas separaciones forzadas. He pensado en los niños pequeños al cargo de sus abuelos o de algunos tíos mientras sus padres trabajan en empleos preciaros en España o Italia para asegurarles un futuro mejor. Algunas familias se hacían fotos con sus teléfonos móviles para inmortalizar el momento de la despedida. Después he sabido por internet que ayer se ahogaron en el Mediterráneo cien africanos que viajaban en una lancha neumática. La tragedia no cesa.
También en Perú están
viviendo el problema de la inmigración. Sin ir más lejos, el viaje de la sede
central de los claretianos al aeropuerto lo he hecho en un coche conducido por
un muchacho venezolano que llegó al país hace poco más de un año huyendo del
régimen de Maduro y de sus funestas consecuencias. Él, su, hermano y su primo
han encontrado trabajo con los claretianos. Son afortunados. Otros malviven
como vendedores ambulantes o son explotados por pequeños empresarios sin escrúpulos
que se aprovechan de si situación de indefensión. Me hierve la sangre cada vez
que me entero de historias de inmigrantes explotados por aquellos que no se
hacen cargo de su situación. ¡Cómo cambian las cosas cuando uno es el
explotado! Es verdad que el asunto de la inmigración es complejo y no se puede
abordar con planteamientos simplistas o buenistas, pero lo primero que uno
tiene que hacer es meterse en la piel de quienes se ven obligados a dejar su
patria por motivos económicos o políticos. Es bueno verse a uno mismo reuniendo
un poco de dinero, dejando la familia, poniéndose en camino, arriesgando la
vida y llegando a un país donde no siempre se es bien recibido.
En España e
Italia, los países donde más me muevo, este asunto es objeto de una continua
tensión entre ciudadanos, instituciones y partidos políticos. Unos subrayan los
“problemas” que crean los inmigrantes sin papeles y la necesidad de controlar
con mano de hierro un fenómeno que se ve como amenazador. Otros ponen el acento
en la urgencia de ser acogedores, teniendo en cuenta que muchos de los
problemas por los cuales los inmigrantes huyen de sus países (sobre todo, los
africanos) han sido causados, directa o indirectamente, por las nefastas políticas
de los países ricos en África. No es fácil llegar a acuerdos y posturas
comunes. La Iglesia se encuentra en una encrucijada. Por una parte, no puede
saltarse alegremente la legalidad, pero, por otra, no puede renunciar a acoger
a quien lo necesita. En el fondo, no hace sino actualizar lo que Jesús nos
dijo: “Fui forastero (inmigrante) y me acogisteis”. En realidad, la inmigración
no es un problema en sí mismo, sino un síntoma de los enormes desequilibrios
que vivimos en nuestro mundo. Sin sanar las raíces, siempre estaremos abocados
a situaciones que se hacen insostenibles.
Como urge ya un ministerio dedicado en exclusiva a bordar este problema. Que a estas alturas encuentres empresarios que no encuentran gente para trabajar, o la cantidad de comida que tira la hostelería en España resultan un contrasentido tan grande a tus palabras.......
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