Hoy no puedo pasar por alto la fiesta de Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo y hermano de Juan. Es un apóstol que me cae simpático.
Además, es el patrono de mi país (España) y el que da nombre a la Provincia
claretiana a la que pertenezco. Olvidarlo sería imperdonable. Junto a Pedro y a su hermano Juan,
pertenece al “núcleo duro” de los discípulos de Jesús, a sus íntimos, lo cual
no obsta para que sufriese algún reproche cuando exhibió un temperamento
demasiado fogoso o cuando, a través de su madre, reivindicó para él y su
hermano los puestos de mando. Jesús acertó al llamarlo “hijo del trueno”. Pero,
como suele suceder con las personas de una pieza, igual que mostró a las claras
su ardor excesivo y sus apetencias de poder, también fue capaz de dar su vida
por el Maestro cuando comprendió que todo es basura con la sublimidad de ganar
a Cristo. No sé si la fe de los pueblos de España ha heredado también algo de
la fe de Santiago; una fogosidad a veces excesiva, algo intolerante, pero al mismo tiempo una enorme capacidad de entrega, sin medias tintas, hasta rubricar la fe con la propia vida.
Santiago ha
recibido muchos motes a lo largo de la historia. Jesús lo llamó “hijo del
trueno”, pero, después de su intervención milagrosa en la batalla de Clavijo contra
los musulmanes, en el año 844, es también conocido con el infeliz apodo de “Santiago
matamoros”. Hay que reconocer que en tiempos de diálogo interreligioso no es un
apodo particularmente positivo. Todavía se ven en muchos pueblos de América
algunas estatuas que lo representan a caballo pisando las cabezas de los violentos musulmanes. Esta iconografía se ha utilizado para justificar la lucha
sin cuartel contra el Islam, tanto en el pasado como en el presente. No me
gusta que Santiago figure como capitán general de las huestes cristianas contra
el moro invasor. Si en el pasado esta imagen respondía a otra manera de entender
la fe y las relaciones entre los pueblos, hoy resulta inaceptable de todo
punto. Es cierto que en el Evangelio Santiago aparece un tanto belicoso, pero
no lo es menos que aprendió bien la lección que le impartió Jesús: “Quien
quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor”. Tanto se lo
tomó en serio, que fue el primero entre los apóstoles en dar la vida por Jesús
y el Evangelio cuando la cruenta persecución de Herodes contra los cristianos.
Prefiero quedarme
con la imagen del apóstol que se deja consolar por María en su infructuosa
tarea evangelizadora en España y que, desde su tumba, sigue atrayendo a miles
de personas cada año al encuentro con Jesús. Ambos hechos son de muy dudosa
verosimilitud histórica, pero de indudable y sostenida fuerza magnética. ¿Cuántas
personas han encontrado en el célebre “camino de Santiago”
una oportunidad para encontrarse consigo mismos, con la naturaleza, con los
demás y en muchos casos con Dios? La tumba del Apóstol actúa como un imán que atrae
a peregrinos, buscadores turistas, aventureros, vagabundos y hasta
desesperados. No sería posible que el camino tenga este poder de convocatoria si
no estuviera bendecido por la gracia de Dios, asociada a la figura de Santiago,
el apóstol que pasó de ser un hijo del trueno a ser un humilde servidor. Quizá este
paso sea el verdadero “camino de Santiago”. También nosotros necesitamos pasar
de una vida planteada desde la apariencia, el prestigio y la ambición a una
vida centrada en el servicio, en la entrega a Dios y a los demás sin esperar
nada a cambio. ¿No estábamos buscando el camino de la verdadera felicidad? Lo
tenemos ante los ojos.
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