Llegué ayer a Madrid un poco antes de las 6 de la mañana después de un vuelo de más de 11 horas desde Lima. Debido a la congestión aérea producida por los numerosos
vuelos que llegaban a la capital peruana con motivo de los Juegos Panamericanos, salimos con una hora de retraso. Una vez que entramos en la península
ibérica, el comandante del avión aceleró hasta alcanzar una velocidad máxima de
1.050 kilómetros a la hora. Se ve que quería recuperar algo del tiempo perdido
para evitar que algunos pasajeros perdieran sus conexiones. Apenas aterrizado, me vine a una casa de retiros para animar un taller durante el
fin de semana con el gobierno general del instituto secular Filiación Cordimariana. En contra de lo que me temía, Madrid me ha recibido con una temperatura
muy moderada. Así es posible trabajar sin agobios.
Hemos llegado ya
al XVII
Domingo del Tiempo Ordinario. Tanto la primera lectura como el
Evangelio abordan un asunto muy peligroso: la oración. Si lo califico de “peligroso”
es porque a menudo no sabemos lo que pedimos, como le sucedió a la madre de los
Zebedeos. Nos debatimos entre una oración entendida como regateo con Dios y una
oración entendida como total abandono en sus manos. Tal como leemos en la
primera lectura de hoy, Abrahán, como buen oriental, es el representante del
primer modelo. Jesús nos enseña con su ejemplo y su palabra el segundo. La lectura
del Génesis es una simpática historia para mostrarnos que, a pesar de nuestras
inconsistencias, Dios tiene misericordia de nosotros. Podríamos decir incluso que la oración reviste a veces la forma de un duelo. Solo luchamos por aquello que nos interesa y que amamos. Lo peor es siempre la indiferencia. El Evangelio de Lucas nos
ofrece una catequesis completa sobre la oración. Comienza presentándonos a Jesús
orando. Luego, en respuesta a la petición de los discípulos, les regala el Padrenuestro como quintaesencia de toda
oración. Finalmente, ilustra con una parábola la enseñanza fundamental: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a los que le piden?”. Lo mejor que Dios puede darnos es su Espíritu.
Por tanto, lo mejor que nosotros podemos pedir en toda oración es el Espíritu
que nos permita llamar a Dios Abbá
(Padre) y confesar a Jesús como Señor.
Tengo la
impresión de que a menudo nos comportamos más como Abrahán que como Jesús.
Entendemos la oración como una especie de regateo con Dios: “Si me concedes tal
cosa, yo te prometo…”. Parece más un trueque que un acto de confianza. Incluso
las personas que no creen echan mano de este tipo de oración en
situaciones desesperadas. Es como si la oración fuera el último recurso que nos queda
–sobre todo en el caso de enfermedades incurables– después de haber utilizado
todas nuestras posibilidades. Es algo muy humano. Jesús nos invita a ir más
allá. El Padre ya sabe lo que necesitamos en cada momento. A nosotros no se nos
pide recordárselo una y otra vez, sino abrirnos a su misericordia, fiarnos de
su amor. La oración es un modo de fe. Mediante la oración no convertimos a Dios
en una especie de banco de recursos, sino que nos conectamos a él para vivir la
vida con una nueva perspectiva. La oración nos proporciona el “sexto sentido”
que necesitamos para afrontar desde la fe todas las situaciones de nuestra
existencia personal y colectiva. Por eso las personas de oración auténtica –no de
simples rezos mecánicos– transmiten paz, alegría y amor. Son como transparencia
de Dios en nuestro mundo. ¡Oremos!
Hola Gonzalo, te agradezco muchísimoo que, a pesar del cansancio de los viajes, a pesar del cansancio de los cambios de ambientes, te mantengas fiel a la reflexión a través del Blog... Gracias por la confianza en Dios que transmites hoy. Un abrazo
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