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domingo, 28 de julio de 2019

Del regateo a la confianza

Llegué ayer a Madrid un poco antes de las 6 de la mañana después de un vuelo de más de 11 horas desde Lima. Debido a la congestión aérea producida por los numerosos vuelos que llegaban a la capital peruana con motivo de los Juegos Panamericanos, salimos con una hora de retraso. Una vez que entramos en la península ibérica, el comandante del avión aceleró hasta alcanzar una velocidad máxima de 1.050 kilómetros a la hora. Se ve que quería recuperar algo del tiempo perdido para evitar que algunos pasajeros perdieran sus conexiones. Apenas aterrizado, me vine a una casa de retiros para animar un taller durante el fin de semana con el gobierno general del instituto secular Filiación Cordimariana. En contra de lo que me temía, Madrid me ha recibido con una temperatura muy moderada. Así es posible trabajar sin agobios.

Hemos llegado ya al XVII Domingo del Tiempo Ordinario. Tanto la primera lectura como el Evangelio abordan un asunto muy peligroso: la oración. Si lo califico de “peligroso” es porque a menudo no sabemos lo que pedimos, como le sucedió a la madre de los Zebedeos. Nos debatimos entre una oración entendida como regateo con Dios y una oración entendida como total abandono en sus manos. Tal como leemos en la primera lectura de hoy, Abrahán, como buen oriental, es el representante del primer modelo. Jesús nos enseña con su ejemplo y su palabra el segundo. La lectura del Génesis es una simpática historia para mostrarnos que, a pesar de nuestras inconsistencias, Dios tiene misericordia de nosotros. Podríamos decir incluso que la oración reviste a veces la forma de un duelo. Solo luchamos por aquello que nos interesa y que amamos. Lo peor es siempre la indiferencia. El Evangelio de Lucas nos ofrece una catequesis completa sobre la oración. Comienza presentándonos a Jesús orando. Luego, en respuesta a la petición de los discípulos, les regala el Padrenuestro como quintaesencia de toda oración. Finalmente, ilustra con una parábola la enseñanza fundamental: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?”. Lo mejor que Dios puede darnos es su Espíritu. Por tanto, lo mejor que nosotros podemos pedir en toda oración es el Espíritu que nos permita llamar a Dios Abbá (Padre) y confesar a Jesús como Señor.

Tengo la impresión de que a menudo nos comportamos más como Abrahán que como Jesús. Entendemos la oración como una especie de regateo con Dios: “Si me concedes tal cosa, yo te prometo…”. Parece más un trueque que un acto de confianza. Incluso las personas que no creen echan mano de este tipo de oración en situaciones desesperadas. Es como si la oración fuera el último recurso que nos queda –sobre todo en el caso de enfermedades incurables– después de haber utilizado todas nuestras posibilidades. Es algo muy humano. Jesús nos invita a ir más allá. El Padre ya sabe lo que necesitamos en cada momento. A nosotros no se nos pide recordárselo una y otra vez, sino abrirnos a su misericordia, fiarnos de su amor. La oración es un modo de fe. Mediante la oración no convertimos a Dios en una especie de banco de recursos, sino que nos conectamos a él para vivir la vida con una nueva perspectiva. La oración nos proporciona el “sexto sentido” que necesitamos para afrontar desde la fe todas las situaciones de nuestra existencia personal y colectiva. Por eso las personas de oración auténtica –no de simples rezos mecánicos– transmiten paz, alegría y amor. Son como transparencia de Dios en nuestro mundo.  ¡Oremos!



1 comentario:

  1. Hola Gonzalo, te agradezco muchísimoo que, a pesar del cansancio de los viajes, a pesar del cansancio de los cambios de ambientes, te mantengas fiel a la reflexión a través del Blog... Gracias por la confianza en Dios que transmites hoy. Un abrazo

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