Estando en Sudamérica, es casi imposible no ver en televisión algún partido de los que se están jugando en Brasil con motivo de la Copa América. Anoche (madrugada en Europa) vi el enfrentamiento
entre las selecciones de Chile y de Colombia. La primera parte fue vistosa; la
segunda, anodina. Los 94 minutos terminaron con un empate a cero, así que hubo
que ir a la tanda de penaltis (o penales, como se dice por aquí). La televisión
enfocaba las caras de algunos hinchas de ambos equipos. Eran un muestrario de emociones. En el último tiro, falló
Colombia y acertó Chile. Alexis Sánchez
marcó el tanto que catapultó a La Roja chilena a las semifinales. Los jugadores
e hinchas colombianos acabaron mustios; los chilenos exultaban de gozo. La
guerra duró en torno a dos horas. Una pelota danzando de extremo a extremo de
un campo de hierba mantuvo en vilo a millones de personas. 22 jugadores
vestidos de rojo (Chile) y de amarillo (Colombia), casi todos con tatuajes en
los brazos o en el cuello, ejercieron de guerreros de un combate incruento pero
apasionado. Los hinchas presentes en el estadio de São Paulo se agitaban como
si les fuera la vida en ello. Imagino que muchos telespectadores harían lo
mismo en sus casas o en los bares.
No es el momento
de filosofar, pero cuando se llegó a la tanda de penaltis (digamos penales para estar en sintonía con
nuestros amigos latinoamericanos), pensé que esa especie de lotería futbolística
es también una metáfora de lo que nos sucede muchas veces en la vida cotidiana.
La gente se esfuerza, lucha por conseguir sus metas, se levanta tras algunas
caídas y encaja golpes y contratiempos. Al final, cuando llega la hora de la
verdad, parece que todo ese esfuerzo sirve para poco porque muchas de las cosas
que nos suceden en la vida parecen producto del azar, no de nuestro tesón. Con
más frecuencia de la deseada, hay golpes de fortuna que encumbran a los vagos y
sinvergüenzas y dejan fuera de combate a los luchadores y honrados. Sucede en
el campo académico, laboral, político, económico… y hasta eclesiástico. Dicen
que es un arte saber estar en el lugar adecuado, en el tiempo oportuno y con
las personas justas. Algunos no tenemos ese don. Nos gusta más jugar los 90
minutos de partido que no fiar todo a la fortuna en la tanda de penaltis (o de penales).
Todo esto parece
no tener que ver nada con la fiesta de san Pedro
y san Pablo que hoy se conmemora en la Iglesia y que en algunos lugares
–comenzando por Roma, mi ciudad de residencia, y siguiendo por Vinuesa, mi pueblo natal–
es muy popular. Sin embargo, las vidas de estos dos santos no fueron
existencias lineales, programadas de principio a fin. Ambos vivieron “golpes de
fortuna” (es decir, experiencias de gracia) que modificaron sustancialmente el
curso de sus vidas. Se sentían a gusto en el papel de honrado pescador (en el
caso de Pedro) o de fariseo fanático (en el caso de Pablo) y, en un momento
dado, Jesús de Nazaret (en el caso de Pedro) o el Cristo Resucitado (en el caso
de Pablo) se cruzaron en sus vidas dividiéndolas en dos mitades: antes y después
del encuentro con Jesucristo. Pareciera que la primera parte del partido de su
vida careciera de importancia porque, al final, todo se decidió en la tanda de “golpes
de gracia”, en un conjunto de experiencias que les abrieron a un nuevo modo de
entender la vida. La fe siempre tiene algo de imprevisto y sorprendente. No es, sn más, el fruto de nuestro trabajo o el resulatdo de nuestras búsquedas. Nos sobreviene como un enamoramiento: a veces, apasionado e intempestivo; otras, suave y delicado. La prueba de que no se trata de un autoengaño es que nos empuja –como en el caso de Pedro y Pablo– a jugarnos la vida por Él.
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