Estoy en el extremo sur de Bolivia, en la frontera con Argentina. La ciudad se llama Bermejo, como el río que la bordea. La población es flotante. Se calcula que ahora tiene poco más
de 30.000 habitantes. Aunque el clima es tropical, estos días está haciendo frío.
Con todo, prefiero estas temperaturas bajas a las que están asolando
España. Anoche vi unos minutos del partido entre Brasil y Paraguay de
la Copa América. Me sorprendió ver en
algunas vallas publicitarias varias referencias a “un país con corazón”. Enseguida
pensé en la fiesta que celebramos hoy los cristianos: el Sagrado
Corazón de Jesús. Para completar el encuadre leo la entrevista que El País le hace al filósofo italiano Gianni Vattimo, uno de los que mejor ha interpretado
la debilidad de la posmodernidad. En respuesta a una de las preguntas, confiesa
que prefiere morirse –ya tiene 83 años– “antes
de que reviente todo”. Está creciendo por todas partes la sensación
de que, al paso que vamos, no hay futuro. El calentamiento global, el control
cibernético, el transhumanismo y los flujos migratorios serían algunos de los
síntomas que anticipan la descomposición hacia la que nos encaminamos. Algunos
prefieren morirse antes de llegar a ese abismo. Otros –los más jóvenes–
prefieren no tener hijos para evitarles el sufrimiento de un futuro incierto.
Como creyente, podría
decir que lo que estamos viviendo es consecuencia de nuestro orgullo. Hemos
matado a la naturaleza y a Dios. ¿Qué esperamos? ¿Un mundo mejor? No, el resultado es la muerte del ser humano. Sin embargo, no es razonable
dejarnos llevar por diagnósticos demasiado solemnes. La Iglesia ha sido
criticada de oponerse a la modernidad y de ser una rémora para el progreso. No
me parece un juicio acertado. La Iglesia se ha opuesto a un tipo de modernidad
que pretendía construir la ciudad humana “sin” Dios porque sabía que, alejado del Creador, el ser humano acaba siendo víctima de sí mismo y de sus propios demonios. Cada
vez es más evidente, por más que maquillemos las consecuencias. Hasta el mismo Martin Heidegger,
en la última entrevista que concedió a Der
Spiegel, dijo: “Solo un Dios nos
puede salvar”. No se trata de inventarnos ahora un Dios como salida de emergencia
o como tapagujeros. Se trata de hacer un profundo ejercicio de humildad y caer
en la cuenta de que el ser humano, desconectado de su fuente, es una pequeña
criatura en el concierto del universo, pero extremadamente peligrosa. Los
primeros capítulos del Génesis tienen más actualidad que nunca.
El Evangelio de
hoy nos propone unas palabras de Jesús que parecen también dichas para nuestro
tiempo: “Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi
yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). Jesús nos propone acercarnos
a él con todas las cargas que hemos ido acumulando: pesimismo, desesperanza,
temor al futuro, miedo, etc. El alivio que él nos promete no es una especie de Prozac espiritual, no es una receta
mágica. Su promesa resulta paradójica: nos promete alivio y descanso si
cargamos con su “yugo”, si nos uncimos a Él en un estilo de vida planteado
desde el amor, desde el corazón, y no desde la violencia (Él es manso) o desde
el orgullo (Él es humilde). Mansedumbre y humildad son los indicadores de una
vida “con corazón”. Violencia y orgullo son los motores de un mundo que está a
punto de romperse. Es cuestión de elegir.
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