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viernes, 28 de junio de 2019

Sin corazón, esto revienta

Estoy en el extremo sur de Bolivia, en la frontera con Argentina. La ciudad se llama Bermejo, como el río que la bordea. La población es flotante. Se calcula que ahora tiene poco más de 30.000 habitantes. Aunque el clima es tropical, estos días está haciendo frío. Con todo, prefiero estas temperaturas bajas a las que están asolando España. Anoche vi unos minutos del partido entre Brasil y Paraguay de la  Copa América. Me sorprendió ver en algunas vallas publicitarias varias referencias a “un país con corazón”. Enseguida pensé en la fiesta que celebramos hoy los cristianos: el Sagrado Corazón de Jesús. Para completar el encuadre leo la entrevista que El País le hace al filósofo italiano Gianni Vattimo, uno de los que mejor ha interpretado la debilidad de la posmodernidad. En respuesta a una de las preguntas, confiesa que prefiere morirse –ya tiene 83 años– “antes de que reviente todo”. Está creciendo por todas partes la sensación de que, al paso que vamos, no hay futuro. El calentamiento global, el control cibernético, el transhumanismo y los flujos migratorios serían algunos de los síntomas que anticipan la descomposición hacia la que nos encaminamos. Algunos prefieren morirse antes de llegar a ese abismo. Otros –los más jóvenes– prefieren no tener hijos para evitarles el sufrimiento de un futuro incierto.

Como creyente, podría decir que lo que estamos viviendo es consecuencia de nuestro orgullo. Hemos matado a la naturaleza y a Dios. ¿Qué esperamos?  ¿Un mundo mejor? No, el resultado es la muerte del ser humano. Sin embargo, no es razonable dejarnos llevar por diagnósticos demasiado solemnes. La Iglesia ha sido criticada de oponerse a la modernidad y de ser una rémora para el progreso. No me parece un juicio acertado. La Iglesia se ha opuesto a un tipo de modernidad que pretendía construir la ciudad humana “sin” Dios porque sabía que, alejado del Creador, el ser humano acaba siendo víctima de sí mismo y de sus propios demonios. Cada vez es más evidente, por más que maquillemos las consecuencias. Hasta el mismo Martin Heidegger, en la última entrevista que concedió a Der Spiegel, dijo: “Solo un Dios nos puede salvar”. No se trata de inventarnos ahora un Dios como salida de emergencia o como tapagujeros. Se trata de hacer un profundo ejercicio de humildad y caer en la cuenta de que el ser humano, desconectado de su fuente, es una pequeña criatura en el concierto del universo, pero extremadamente peligrosa. Los primeros capítulos del Génesis tienen más actualidad que nunca.

El Evangelio de hoy nos propone unas palabras de Jesús que parecen también dichas para nuestro tiempo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30). Jesús nos propone acercarnos a él con todas las cargas que hemos ido acumulando: pesimismo, desesperanza, temor al futuro, miedo, etc. El alivio que él nos promete no es una especie de Prozac espiritual, no es una receta mágica. Su promesa resulta paradójica: nos promete alivio y descanso si cargamos con su “yugo”, si nos uncimos a Él en un estilo de vida planteado desde el amor, desde el corazón, y no desde la violencia (Él es manso) o desde el orgullo (Él es humilde). Mansedumbre y humildad son los indicadores de una vida “con corazón”. Violencia y orgullo son los motores de un mundo que está a punto de romperse. Es cuestión de elegir.

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