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domingo, 30 de junio de 2019

Siempre en camino

Termina el mes de junio con la celebración del XIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ayer hubo fiestas en muchos lugares. Como en la noche de san Juan, también en la de san Pedro se encienden hogueras y se organizan fiestas del fuego. Un claretiano de Nigeria que trabaja en Bermejo (Bolivia) no se creía que hubiera hombres y mujeres que la noche pasada cruzaran descalzos una alfombra de brasas. Tuve que ponerle un vídeo del paso del fuego de San Pedro Manrique (Soria, España) para que lo comprobara por él mismo. El fuego atrae, subyuga, embelesa. El fuego destruye y cauteriza, ablanda y endurece, ilumina y quema, calienta y purifica. No es extraño, pues, que en muchas civilizaciones se haya visto como un símbolo de Dios, o incluso como un dios. También en las lecturas de este domingo aparece con fuerza. Eliseo (primera lectura) quema sus aperos y con el fuego asa la yunta de bueyes y reparte la carne entre su gente. En el Evangelio de Lucas, Juan y Santiago quieren hacer caer fuego del cielo sobre los samaritanos que se han negado a recibir a Jesús en su camino hacia Jerusalén.  El pasaje completo presenta al Maestro con gesto decidido. Aprieta los dientes. No quiere echarse atrás, pase lo que pase. Emprende su camino de subida a Jerusalén para consumar allí su obra. Nuestra vida, como la suya, es también un camino no exento de pruebas y dificultades. Hay que apretar los dientes, tomar una decisión y no mirar atrás.

La primera prueba de Jesús es la oposición de los samaritanos a alojarlo en su pueblo. El judío Jesús –un judío marginal, como lo ha calificado Meier– es declarado persona non grata. La reacción de Santiago y Juan –los “hijos del trueno”– no se hace esperar. Un comportamiento tan poco hospitalario exige una respuesta contundente y ejemplar. Como buenos conocedores del Antiguo Testamento, quieren emular al profeta Elías cuando hizo descender fuego del cielo sobre los malvados de su tiempo (cf. 2 Re 1,10-14). Le sugieren a Jesús hacer algo semejante. Jesús reprende con fuerza a los “hijos del trueno”. Él ha venido a traer otro fuego a la tierra, no el que destruye a los seres humanos sino el que empuja a la misión. ¿Cómo reaccionaría hoy cuando algunos cristianos intransigentes quieren llevar a la hoguera a todos los que no se ajustan a sus cánones: mujeres abortistas, personas homosexuales, cristianos liberales, artistas irreverentes, políticos corruptos, científicos ateos, curas pederastas y comunistas empedernidos (en el supuesto de que todavía quede alguno)? 

La tentación de querer ser más ortodoxos y radicales que Jesús recorre la historia de la Iglesia. A lo largo de los siglos, y también ahora, muchos cristianos se han sentido obligados a defender el honor de Dios, como si Dios necesitase abogados defensores; a asegurar el cumplimiento de las normas; a expiar las blasfemias. La gloria de Dios no es una nube de incienso. Lo que Dios quiere es que los seres humanos, sus hijos e hijas, vivan en libertad y tengan vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Creo que Jesús seguiría reprendiéndonos cada vez que caemos en la tentación de eliminar con el fuego de la condena y la exclusión a quienes nos caen mal, no son de los nuestros, piensan de otra manera o incluso ofenden el nombre de Dios con sus palabras o acciones. La maldición se vence a fuerza de bendición, no con un fuego devorador. Lo novedoso del discípulo de Cristo es que se enfrenta al mal practicando el bien, no destruyendo a las personas.

Pero en el camino hacia Jerusalén no solo suceden episodios de rechazo. También hay historias de personas voluntariosas que quieren seguir a Jesús, pero poniendo algunas condiciones: disponer de casa y seguridades, seguir las tradiciones de los antepasados o mantener los vínculos afectivos. La respuesta de Jesús nos resulta casi hiriente: “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”. Las expresiones que Lucas pone en labios de Jesús no son aptas para oyentes del siglo XXI, hipersensibles a los derechos individuales. Es una forma profética y paradójica de transmitir un mensaje que vale para todos los tiempos: seguir a Jesús no es cuestión de impulsos emocionales o de modas, es una opción que implica entregar la propia vida sin vuelta atrás. O se está o no se está. No vale querer compaginar el Evangelio con otros estilos de vida que lo contradicen o lo amortiguan. Quien lo sigue tiene que estar dispuesto a acompañarlo a Jerusalén. No hace falta decir lo que va a suceder en la ciudad santa. Quizá por eso experimentamos un miedo que nos paraliza y una cobardía que nos echa para atrás. No hay seguimiento sin pruebas, padecimientos, muerte y resurrección. Desde un punto de vista humano, es un camino poco apetecible. A los ojos de Dios, es un camino de vida. No estamos obligados a seguirlo, pero, una vez puestos en marcha, no tiene sentido mirar atrás.

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