Empiezo el mes de julio en Lima, después de un paso fugaz por Tarija y Santa Cruz de la Sierra, dos ciudades de Bolivia. Ayer fue un día
de viaje dividido en tres etapas: Bermejo-Tarija (en coche), Tarija-Santa Cruz y
Santa Cruz-Lima (ambas en avión). Este último tramo me tuvo en vela toda la
noche. Aunque muchos claretianos de todo el mundo celebraron la
fiesta del Corazón de María el pasado sábado, las comunidades de Lima
la celebran hoy lunes para no hacerla coincidir con la solemnidad de san
Pedro y san Pablo (29 de junio). Dentro de unas horas nos reuniremos en la casa formativa de Magdalena
del Mar, uno de los 43 distritos de la provincia de Lima. Al lado se
yergue la monumental iglesia
del Corazón de María que durante varias décadas regimos los
claretianos. Me gusta empezar este mes contemplando a la Madre. Llevo tiempo
dando vueltas a un pensamiento que tal vez no todos compartirán. Cuando un cristiano
orilla a la Madre, acaba por no saber quién es el Hijo. En el Evangelio de Juan,
Jesús hace entrega de su madre al discípulo amado (es decir, a todo creyente).
Las palabras “He ahí a tu madre” condensan
una entrega que no siempre sabemos agradecer y comprender.
He conocido a algunos cristianos
“ilustrados” que acusan a la Iglesia católica de un exceso mariológico. Se sienten
incómodos con tantas apariciones y advocaciones marianas, tantos santuarios
dedicados a la Virgen y tantas expresiones de devoción popular. Las respetan a
regañadientes, pero, si de ellos dependiera, las suprimirían de un plumazo.
Consideran que se trata de pura ganga que impide ver el oro de Jesús. Ellos
aspiran a una fe más pura, desprovista de inútiles aditamentos y centrada en lo
que ellos llaman “esencial”. Por supuesto que creen en María, pero más como el arqueólogo
que reconoce un objeto valioso del pasado que como el hijo que se siente unido
a su madre. Y, sin embargo, no hay forma de llegar a Jesús si no es a través de
su madre. Todas las personas que me han ayudado a encontrarme con él (no
solamente a descubrir algún detalle más o menos interesante sobre su vida) han
sido personas marianas; es decir, hombres
y mujeres que han acogido a María “en su
casa” (o “entre sus cosas”, “entre sus tesoros”, como traducen
algunos la célebre expresión griega “eis
ta idia” de Juan 19,27). Entre “las cosas” de la Iglesia están,
ciertamente, el Espíritu, los sacramentos, el mandato nuevo del amor… y también
la Madre. Sin ella, la Iglesia no es la comunidad de Jesús, sino una
organización a la que le falta fe, profundidad, entrega, ternura y cordialidad.
Por eso, nunca he entendido esa aversión mariana que utilizan algunas sectas
pentecostales para combatir a la Iglesia católica.
Sin María no
podemos afrontar el desafío de la evangelización en las sociedades
secularizadas. Nos perdemos en análisis interminables, en programas teóricos y
en prácticas sin alma. Recuerdo haber leído hace años una frase de Karl Rahner en la que
el célebre teólogo alemán venía a decir que quienes entienden el cristianismo
como una ideología no saben qué hacer con María porque una ideología no
necesita una madre. Quienes, por el contrario, entienden la fe como una
adhesión a la persona de Cristo, sin violencia alguna se sienten unidos a María
porque toda persona necesita una madre. Me pregunto si el olvido de María de
muchos cristianos “ilustrados” no estará ligado a una excesiva ideologización
de la fe. Si así fuera, no cabe esperar ningún fruto relevante en el campo de
la evangelización.
Todas estas ideas me vienen a la mente horas antes de
celebrar con mis hermanos claretianos de Lima la fiesta retrasada del Inmaculado Corazón de María. En realidad, nuestro
nombre original no es Misioneros Claretianos sino Misioneros Hijos del Inmaculado
Corazón de María. Nuestra fecundidad apostólica depende mucho de que seamos lo
que nos llamamos. De hecho, en los lugares y tiempos en los que hemos vivido
con intensidad nuestra filiación cordimariana se han multiplicado los frutos
evangelizadores y han florecido las vocaciones. Creo que estamos llamados a
redescubrir por qué san Antonio María Claret, nuestro fundador, tenía tanto
interés en que fuésemos y nos llamásemos Hijos del Inmaculado Corazón de María.
No se trata de propagar una devoción, sino de acoger a la madre de Jesús “en
nuestra casa”.
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