Me he tomado cinco días de vacaciones digitales por prescripción facultativa. Aclaro –por si
fuera necesario– que el facultativo no ha sido un médico especialista en adicciones
a internet, sino yo mismo. De vez en cuando es muy saludable vivir desconectado.
Mientras uno está lejos de la red, suceden cosas maravillosas: uno regresa a su
lugar natal, participa en la primera comunión de su sobrina, encuentra a
familiares, amigos y conocidos, disfruta de dos días de un retiro casi monacal
y regresa a la urbe un poco desintoxicado. Confieso que internet se me hace
cada vez más cuesta arriba. Junto al vergel maravilloso de información y
entretenimiento se extiende un enorme estercolero. Parece que las personas más
tóxicas y desequilibradas encuentran en la red el espacio que no acaban de encontrar en la sociedad.
En ella depositan sus frustraciones, porquerías, amenazas e insultos. Es el
famoso “dark side” (lado oscuro) de un invento extraordinario. Lo que resulta
más bochornoso es que este ambiente nauseabundo inunda también muchas páginas
que se autodenominan “católicas”. No sería demasiado grave si los autores se
limitaran a expresar sus opiniones. Lo que ocurre a menudo es que exhiben una
ignorancia supina y, basados en ella, emiten juicios sumarísimos, reparten
anatemas y hacen lo que les viene en gana, so capa de libertad, honradez y transparencia. Ya se sabe que sin información no es posible tener opinión. ¡Cuánto tiempo se
pierde en cuestiones bizantinas cuando nos estamos enfrentando a enormes desafíos
que requieren inteligencia, unidad, respeto y valentía!
Retomo el ritmo
ordinario del blog en un día muy significativo para mí. Se cumplen 38 años de
la muerte en accidente de tráfico de un gran amigo y compañero. Corría el 7 de junio
de 1981. Era el domingo de Pentecostés, casi como este año. Hacía mucho calor. Nos
faltaban solo once días para ser ordenados diáconos y concluir nuestros
estudios teológicos. Él ya tenía comprado el pasaje de vuelta para Filipinas,
su país natal. La muerte lo sorprendió con solo 27 años. Hace tiempo escribí un
opúsculo en el que narro su vida a grandes trazos. Se titula Bobby Juaton. Aprendiz de misionero.
Como regalo inesperado e inmerecido, su trágica muerte me ayudó a comprender
mejor el dolor de quienes pierden a sus seres queridos en plena juventud a
causa de un accidente de tráfico, un cáncer fulminante o un infarto súbito. Solo cuando se ha experimentado algo parecido se comprende
hasta dónde puede llegar el desgarro interior, la sensación de pérdida e
injusticia. De todos modos, muy pronto el dolor se transformó en esperanza
inquebrantable. Recuerdo que titulamos su funeral con unas palabras de Jesús
tomadas del evangelio de Juan: “Os
conviene que yo me vaya”. Hay ausencias
físicas que se convierten en presencias
espirituales. Cuando nos es concedido transformar una pérdida en ganancia comprendemos
que la vida es demasiado misteriosa como para ser medida como medimos la
longitud de una ca rretera o el peso de una mercancía. ¿No es esta la esencia
del misterio pascual?
El domingo pasado
celebramos la
fiesta de la Ascensión del Señor. Me hubiera gustado haber escrito un
pequeño comentario, como suelo hacer todos los domingos, pero fue el primer día
de mi “ayuno” digital. Preferí vivir con intensidad la primera comunión de mi
sobrina y el encuentro con muchas personas queridas. El blog siempre puede
esperar. No quiero sentirme esclavo de mí mismo. De todos modos, si hubiera
dispuesto de tiempo, habría escrito algo sobre el juego de
ausencia/presencia/misión que encierra la fiesta. La ausencia física de Jesús inaugura un nuevo modo de presencia que empuja la misión de la
Iglesia. Por eso, el relato de Lucas dice que los discípulos regresaron a Jerusalén
“llenos de alegría”, no cabizbajos,
como el lector hubiera imaginado. Esta alegría, que ha sido la nota dominante
durante el tiempo pascual que está a punto de concluir, debería ser siempre una
de las señas de identidad de los verdaderos creyentes. Es verdad que hay muchos
–demasiados– motivos que nos invitan a la tristeza e incluso a la desesperanza.
Sin embargo, quienes reconocen la presencia misteriosa de Jesús en nuestro
mundo nunca se hunden. La tristeza no está ligada tanto al sufrimiento, cuanto a la
falta de fe y de esperanza. ¡He aprendido mucho de las personas que, en medio
de sus pruebas y dolores, no van por la vida lamentándose, repartiendo culpas,
tirando balones fuera, sino que se unen estrechamente al Cristo que sigue
sufriendo, muriendo y resucitando! Por eso, sin alardes insultantes, mantienen
siempre un tono sereno, una alegría sostenida que nos ayuda a los demás a
seguir viviendo.
Me alegro de ese pequeño "descanso", bastante merecido, pues admiro tu capacidad para escribir con tanta asiduidad, reflexiones que nos hacen pensar y aprender. ¡Muchas gracias!
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