Esta tarde se jugará en el estadio Wanda Metropolitano de Madrid la final de la Champions entre el Tottenham y el Liverpool a las nueve de la tarde. Ayer pude darme una
vuelta por el centro de Madrid. Las hinchadas de ambos equipos llenaban la
Puerta del Sol, la Plaza Mayor y las calles adyacentes. Había escenarios,
pantallas gigantes, puesto de venta de camisetas y recuerdos… y música por
todas partes. Sí, también había muchas cabinas de servicios higiénicos. Uno
puede imaginar las necesidades de miles de británicos después de haber
consumido algunos litros de rubia cerveza, muy distinta a la que se suele tomar
en los pubs del Reino Unido, pero cerveza al fin y al cabo. El ambiente era
festivo. A esa hora –seis de la tarde– se oían cánticos y risotadas, pero no se
veían desórdenes etílicos (es decir, borracheras puras y duras). Imagino que
eso vendría después, una vez que la noche cayó sobre Madrid. No sé cuántos británicos han venido a la
ciudad, pero se hacen notar. Esta tarde será la gran fiesta del fútbol europeo
en el moderno estadio del Atlético de Madrid. Después de varios años de sequía,
el fútbol inglés salta de nuevo al primer plano.
La liturgia del fútbol
ha adquirido carácter planetario. El año pasado pude comprobarlo, con motivo
del Mundial, en un país de tan poca tradición futbolística como es la India. En
China y Japón hace furor. La gente vibra, se mueve, gasta dinero, se excita,
sube al cielo de la victoria y desciende a los abismos de la depresión. Quizás
no hay ningún otro entretenimiento que consiga excitar tanto a las masas y
crear una especie de ecumenismo en torno a una pelota de cuero. No es como para
frivolizar un fenómeno como este. Hablar de “nueva religión” puede parecer
excesivo, pero contiene algunos elementos que invitarían a hacerlo. Cuanto más
secularizada es una sociedad, más pasión siente por el fútbol, como si el
deporte rey viniera a rellenar el vacío creado por los dioses tradicionales. ¡Qué
duda cabe que un buen partido de fútbol produce más adrenalina que una eucaristía
dominical! No importa que uno tenga que desembuchar 50 o 100 euros por pagar
una entrada. No hay dinero que pague la euforia del triunfo (incluso la
depresión de la derrota) y de que todo un estadio se funda en una emoción
colectiva. Solo el fútbol parece romper la rutina gris de una vida repetitiva,
hecha de trabajo, idas al supermercado, ritos familiares y horas de televisión.
El fútbol es velocidad, fuerza, lucha, espíritu de equipo, sufrimiento,
emociones, gritos, cánticos, insultos, golpes en la espalda, apretones de
manos, abrazos, apuestas, palabrotas… El fútbol es un complejo vitamínico para
sociedades debilitadas.
En torno a la
final de la Champions se escribirán muchas cosas, desde crónicas chispeantes del
encuentro hasta sesudas reflexiones de calado filosófico. Ni unas ni otras van
a modificar lo más mínimo el flujo de una corriente que no para de crecer. Corre
el dinero más que la pelota. Los negocios turbios se mezclan con las grandes
inversiones “en blanco”. Nada de esto hace mella en los fanáticos que
experimentan una dilatación de su pequeño espacio vital contemplando las
glorias de su equipo. De jueves a domingo las conversaciones giran en torno al
partido que vendrá. De domingo a miércoles hay tiempo para analizar hasta la
extenuación todo lo que sucedió en el partido del fin de semana, así que el fútbol
es un fenómeno omnipresente. Va mucho más allá del momento celebrativo. Colorea toda la vida. Es una forma de ser, un modo de afrontar esta existencia roma. Ayer
veía a padres jóvenes con sus hijos adolescentes, todos vestidos con la misma
camiseta de su equipo. Veía también viejos orondos y hasta niños. Había algunas
mujeres, pero el grueso del ejército de hinchas estaba formado por varones. En
fin, más allá de lo que cada uno pueda pensar, contra factum non est argumentum. ¡Que gane cualquiera, si es
posible el mejor!
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