Después de varios días de lluvia y temperaturas frescas, Roma ha amanecido hoy radiante. Luce un
sol primaveral. Parece que el tiempo se une a la fiesta de la Visitación
de la Virgen María con la que se cierra el mes de mayo. Me encuentro
una vez más en el aeropuerto de Fiumicino. ¡Hacía mucho tiempo que no viajaba, jajaja!
Quisiera vivir el viaje de hoy a la luz del texto de Lucas que se lee en el
Evangelio de la fiesta: “Por aquellos
días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea” (Lc
1,39). Yo no me dirijo a las montañas de Judea sino a la meseta de Madrid, pero
quisiera que este viaje fuera también portador de gracia y alegría. La joven María
que se pone en camino para visitar a su pariente Isabel es el modelo de quienes
también nos ponemos en camino y vamos a visitar a otras personas. Hoy vivimos
tiempos de viajes continuos, de visitas de todo tipo. Miro a mi alrededor y veo
todas las salas de embarque atestadas de gente. Las compañías low cost han abaratado los viajes en
avión. Por todas partes hay turistas que anhelan romper la rutina y dejarse
sorprender por la novedad de otros lugares.
Viajar exige algo
más que comprar un billete de avión, reservar una habitación de hotel y
preparar el equipaje. Los viajes ponen a prueba nuestra manera de ser. Personas
que en la vida ordinaria son educadas y corteses puede volverse antipáticas y
groseras cuando viajan. Ya prácticamente han desaparecido los saludos
cuando uno ocupa su puesto. Hemos normalizado la indiferencia. Son muchos los
que se acomodan en su asiento, ocupan todo el reposabrazos y solo piensan en
su propia comodidad, sin tener en cuenta las necesidades de quien viaja a menos
de diez centímetros. Da la impresión de que todo está permitido en los viajes.
Se puede hablar por el móvil a voz en cuello, calzar sandalias o chanclas malolientes, colarse
en las filas, comer con descaro, tirar los desperdicios al suelo, maltratar a las azafatas, ensuciar los servicios higiénicos, dejar
el avión como si se hubiera producido una guerra. Admiro a las personas que, en
medio de este ambiente de mala educación, se comportan con dignidad, saben saludar
y sonreír, ceden su puesto a quien pueda necesitarlo, tratan con amabilidad al
personal y ocupan su asiento sin demorarse más de la cuenta en colocar el equipaje en el compartimento superior.
Las visitas tienen
también sus códigos. Hay visitas tóxicas, que solo sirven para contaminar el
ambiente de agresividad, mal humor y –como se dice ahora– malas vibraciones. Algunos
visitantes se comportan como okupas
que plantan sus reales en la casa de algún familiar o amigo y la colonizan como
si se tratara de un territorio de conquista. Desconocen los detalles de
amabilidad y colaboración. Se aprovechan de la hospitalidad ajena y, en ocasiones,
exigen derechos que nos les corresponden. Pero hay otras visitas que podríamos
denominar “marianas”. Como la de María a su prima Isabel, están cargadas de paz
y de alegría. Son como embajadas de humanidad. Tantos los anfitriones como los huéspedes
disfrutan con la conversación, las comidas en común, el eventual intercambio de
regalos y, sobre todo, la creación de un nuevo espacio en el que unos y otros
se sienten relajados y cómodos. Toda visita auténtica es como un encuentro con
los ángeles de Dios. San Benito de Nursia escribió en su famosa Regla que el
huésped que viene a casa es el propio Cristo. ¡Cómo cambiarían las cosas si
quienes visitamos o acogemos nos sintiéramos como el Cristo portador de paz o
como el Cristo que se sienta a la mesa con todos!
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