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domingo, 9 de junio de 2019

La lengua universal

Desde que, hace casi 40 años, hice mi profesión perpetua como misionero claretiano el domingo de Pentecostés, esta fiesta adquirió para mí un sentido nuevo. Es el día del Espíritu Santo, pero también el día de la Iglesia, el día de la misión universal. Sabemos que, en realidad, la muerte, la resurrección de Jesús y el envío del Espíritu Santo constituyen un acontecimiento único. Así lo presenta el cuarto Evangelio. En el momento de la muerte, Jesús “entrega el Espíritu”. Lucas, sin embargo, por motivos teológicos y catequéticos, prefiere dividir este acontecimiento en tres: muerte-resurrección, ascensión y envío del Espíritu (haciéndolo coincidir con la fiesta judía de Pentecostés). La liturgia cristiana sigue el esquema propuesto por Lucas, pero eso no debería llevarnos a pensar que se trata de acontecimientos cronológica y teológicamente separados. 

Así como la Pascua de Navidad y de la Resurrección tienen arraigo popular, la Pascua de Pentecostés –la Pascua del Espíritu– todavía no ha calado mucho en el pueblo cristiano, aunque se han dado pasos significativos en las últimas décadas. Hoy somos más conscientes de que sin el Espíritu Santo, Jesús no es más que un personaje del pasado; la Iglesia, una multinacional de servicios religiosos; la Escritura, un libro hermético y anticuado; los sacramentos, ritos mágicos e insignificantes; la moral, un código de esclavos.

Las lecturas que nos propone la liturgia de hoy son muy iluminadoras. En el texto de los Hechos de los Apóstoles (primera lectura), Lucas narra la irrupción del Espíritu Santo sobre los apóstoles sirviéndose de los símbolos (viento huracanado y lenguas de fuego) con que el libro del Éxodo narra la entrega por parte de Dios de las tablas de la Ley a Moisés y, en definitiva, la institución de la fiesta judía de Pentecostés como memorial de ese acontecimiento único. Los seguidores de Jesús tenemos una “ley nueva” donada por su Espíritu: es el amor. Frente al egoísmo y la dispersión simbolizados en Babel, el Espíritu hace que todos los seres humanos comprendamos la única lengua verdaderamente universal: el amor. Quien ama es entendido por todos y transparenta a Dios porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Todos somos conscientes de que no es fácil “hablar esta lengua” (la lengua del amor) en un mundo que parece regirse por otros códigos. 

Tampoco es fácil vivir como miembros de un solo cuerpo cuando estamos sometidos a muchos movimientos separatistas. Por eso –como nos indica Pablo en la primera carta a los Corintios (segunda lectura)“todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo”. Esto no significa que todos seamos iguales. Donde hay amor, hay también diversidad. El mismo Espíritu que crea la unidad, produce también la diversidad: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común”. Con Espíritu, pues, es posible ser uno y diversos. Sin Espíritu, tanto la unidad como la diversidad se ven como amenazas. ¿Tendrá esto algo que ver con fenómenos que estamos viviendo hoy en diferentes ámbitos? 

El evangelio de Juan narra los regalos y el encargo que Jesús Resucitado hace a su comunidad “en el atardecer del primer día de la semana” (es decir, del domingo de Pascua). Los regalos son la paz (símbolo de todos los bienes mesiánicos) y el Espíritu Santo (que se manifiesta como perdón de los pecados). El encargo es la misión de proseguir el Evangelio de Jesús: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.

Hay cristianos que creen poco (o nada) en el Espíritu Santo. Les parece que hoy, en este mundo secularizado, ya no sopla el viento de Dios, ya no existe el fuego del ardor misionero. Todos estamos sometidos a esta tentación. Nos gusta medir la acción del Espíritu Santo según nuestros baremos de eficacia, cuando, en realidad, como Jesús mismo nos dijo, “el Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8). Mi amigo Miguel Márquez, carmelita enamorado del Espíritu, escribe que “el Espíritu Santo se regala a aquellos a quienes él quiere y como él quiere. También en el mundo de hoy está en curso un Pentecostés invisible. Todos los movimientos de amor son, en el fondo, creaciones del Espíritu de Dios. 

Es verdad que somos muy sensibles a los muchos signos de egoísmo, injusticia y violencia, pero ¿no es verdad que si el amor no fuera más fuerte no resistiríamos ni un día más? Hay mucha gente en el mundo que habla chino, español o inglés, pero hay mucha más gente que habla la lengua del Espíritu: el amor. Por eso, la fiesta de Pentecostés nos anima a creer en su acción invisible, a mantener alta la esperanza y a seguir practicando la única lengua verdaderamente universal y divina, modulada en infinidad de dialectos. ¡Feliz fiesta del Espíritu!


SECUENCIA DE PENTECOSTÉS

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.




1 comentario:

  1. Felicidades Gonzalo y gracias por tu compromiso misionero y claretiano... Un abrazo

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