Desde ayer por la tarde estoy en La Quiaca, una pequeña ciudad del noroeste argentino, a 3.442 metros sobre el nivel del mar. Por su
carácter fronterizo, es lugar de paso entre Argentina y Bolivia. Para llegar
hasta aquí tuve que atravesar la famosa Siberia argentina, un altiplano inmenso
en el que la temperatura puede descender a 20 grados bajo cero en el invierno.
De vez en cuando se veían rebaños de llamas. El paisaje tenía
algo de lunar. Como la carretera está en buen estado, pudimos cubrir la distancia
entre Humahuaca y La Quiaca en un par de horas. Nada más llegar a la comunidad
claretiana, presidí la misa de las siete de la tarde en una iglesia de piedra
declarada monumento histórico. Al final se me acercó una pareja de jóvenes de
unos 20 años. Él llevaba rastas. Ella escuchaba mientras su compañero hablaba. Ambos
se dedicaban a los juegos malabares y a evangelizar a través de la música. Vivian
de la solidaridad de los demás. Llevaban más de un año recorriendo “a dedo”
toda América. Pedían nuestra ayuda para seguir su camino. Querían regresar
cuanto antes a Corrientes, su ciudad natal, para reanudar los estudios
universitarios. Se consideraban “mochileros de Cristo”. Él provenía del mundo
de la droga. Había realizado un hermoso camino de conversión. Ahora se
consideraba un “salvado”.
El encuentro con
la pareja de mochileros y con un grupo de laicos de La Quiaca puso punto final
a una jornada que tuvo su punto culminante en las celebraciones de la mañana.
Acompañado por un claretiano y dos hermanas claretianas, participé en una
fiesta popular que se celebraba en Chucalezna, una aldea a pocos kilómetros de Humahuaca. La
celebración debía comenzar a las 10 de la mañana. A las 10,45 se realizó el
izado de la bandera y el canto de himno argentino. Después se celebró la misa
en la pequeña capilla de la comunidad cristiana. Varias personas tuvieron que
quedarse fuera. Acabado el rito litúrgico, comenzó la solemne procesión con las
imágenes de san Isidro (el patrono), san Francisco de Paula, la Virgen de la
Candelaria, etc. Eran muy livianas, así que cualquiera podía cargar con las andas. Bajo
un sol de justicia, acompañados por grupos de músicos populares, fuimos
haciendo un recorrido por los campos. Por dos veces, las imágenes y todos los
que procesionábamos pasamos bajo arcos de flores y frutas. No había prisa. Hubo
todavía tiempo para un desfile de los músicos ante las imágenes y de tres
falsos gauchos a caballo. La fiesta matutina terminó con un sorteo y una comida
de hermandad. Por la tarde estaban previstos bailes y más concursos. Los efectos del vino se
notaban claramente en muchos de los participantes. Nosotros tuvimos que regresar a Humahuaca para continuar camino hasta La Quiaca.
Yo me metí en los
festejos como uno más. Me parecía raro que un santo madrileño como Isidro, perdido en
la historia y la leyenda del siglo XII, hubiera llegado hasta esta aldea
argentina. Es obvio que su presencia era fruto del trabajo de evangelización de
algunos misioneros españoles, pero no dejaba de sorprenderme. Quizá el bueno de
Isidro, con su 1,95 de estatura, sintonizaba muy bien con el estilo de vida
campesina de las gentes de este lugar. Quizá su modo de vivir la fe (trabajo y
oración) coincidía con el modo de estas gentes religiosas. Quizá Isidro ocupó el
lugar de alguna deidad tradicional. Sea como fuere, resultaba interesante ver
al “intendente” (alcalde) de Humahuaca cargar con las andas, a una periodista
local tomando fotos con su móvil… y a un misionero venido de Roma caminando
bajo el sol al ritmo de una música rítmica y repetitiva.
No sé si las jóvenes
generaciones continuarán por mucho tiempo estas tradiciones, pero sospecho que
sí. Están tan arraigadas en la manera de ser de estas gentes que no se concebiría
su identidad colectiva sin el patronazgo de estos santos populares. Importa
poco si existieron o no, si vivieron de esta o de aquella manera. Lo que cuenta
es que se convierten en poderosos intercesores ante Dios para obtener aquellos
frutos (“milagros”) que son imprescindibles para llevar una vida mejor. Su
ejemplaridad moral pasa a un segundo plano. No estoy seguro de haber captado el
fondo de la experiencia, pero, por lo menos, me zambullí en ella sin ningún prejuicio
purista. La fe de los sencillos va siempre más allá de nuestras reflexiones. Me encanta pasar de un aula universitaria a una fiesta aldeana, de una inmensa iglesia neogótica a una capillita de campo, de una conversación con un científico a una charla con un campesino. Son estos contrastes los que hacen hermosa la vocación misionera.
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