Ayer pasé casi todo el día en Iruya. Me resulta difícil describir este pueblo perdido en las montañas de la provincia de Salta. Pero lo que realmente me cuesta es describir las sensaciones que tuve a lo
largo de las dos horas que tardamos en recorrer los 80 kilómetros que
separan Humahuaca de Iruya. Tras 26 kilómetros por carretera asfaltada, enfilamos la pista de tierra que nos llevó al poblado de
Iturbe. De allí ascendimos hasta un lugar situado a 4.000 metros de altitud. Se
llama “Abra del Cóndor”. Señala el límite entre la provincia de Jujuy y la de
Salta. Nos detuvimos para contemplar un rebaño de vicuñas y hacer algunas fotos.
El espectáculo era sobrecogedor. A pesar de la altura, no sentí ninguna
sensación de mareo. Empezamos el descenso hasta Iruya. Tuvimos que bajar de la
cota 4.000 a la cota 2.780, que es al altitud media del pueblo. Nuestro coche respondía.
Al volante iba un joven conductor… ¡de 75 años! En más de una ocasión tuve que
cerrar los ojos para no ver los abismos que se precipitaban ante nosotros. El descenso
fue una sucesión interminable de curvas. Lo malo de ser conductor, en funciones
de copiloto, es que uno sufre más de la cuenta. Se imagina en el puesto del otro. Me bullían los pensamientos: “Yo hubiera tomado esta curva con más suavidad…
Pero, ¿por qué se acerca tanto al borde de la pista? Esta pendiente exige
frenar con el motor. Nos vamos a despeñar”. Desde que viví algo semejante
en el norte de Potosí hace unos quince años, nunca más había vuelto a tener una
sensación tan grande de peligro.
Llegamos a Iruya
hacia las 11 de la mañana. Fue un amor a primera vista. El pueblo me encantó.
No entendí cómo los seres humanos se habían ido a vivir a un lugar tan recóndito
y peligroso, pero sucumbí a la magia de un lugar único. Entré en la iglesita de
finales del siglo XVII. Admiré su limpieza y su decoración exuberante, en un
estilo parecido al barroco limeño. Enseguida me di cuenta de que, aunque no
estamos en temporada turística alta, algunos turistas deambulaban por las
calles empinadas cubiertas de guijarros. Yo me di una vuelta por el pueblo en
compañía del único claretiano que atiende pastoralmente la zona. Mientras saludábamos
a algunos lugareños y veíamos los diversos centros sociales construidos por los
claretianos, íbamos hablando del pasado y del futuro de este enclave andino. La
comida en un pequeño restaurante me sirvió para relajar la tensión y reponer fuerzas.
Un poco antes de las tres de la tarde emprendimos el camino de regreso. Me
consolaba la idea de que el ascenso sería menos peligroso que el descenso. Así
fue. O, por lo menos, así lo experimenté. Nuestro vehículo subía con fuerza,
dejando a un lado los terraplenes abiertos al abismo. Evité los pensamientos
negativos. Un error de cálculo, un volantazo mal dado, pueden ser fatales. No
ocurrió nada de eso. A las cinco de la tarde estábamos ya de regreso en Humahuaca.
Ahora, mientras
escribo, tengo la sensación de haber vivido una aventura demasiado
peligrosa, pero también increíblemente hermosa. Contemplar las montañas y los
valles desde los 4.000 metros es un espectáculo que no se nos regala todos los
días. A pesar del miedo disimulado, felicité de corazón al claretiano de 75
años que, con total serenidad y maestría, me llevó hasta Iruya y me devolvió
sano y salvo a mi residencia de Humahuaca. De haber sabido de antemano cómo era
el camino, no estoy seguro si hubiera aceptado la invitación a visitar esa
misión escondida. Los misioneros han aprendido la astucia de los lugareños.
Nunca dicen más de lo imprescindible para evitar que los prejuicios y temores
nos impidan disfrutar de la realidad. Para los amantes del turismo de aventura,
Iruya es un destino envidiable. Para los misioneros no es un plato de buen
gusto. Están aquí para acompañar a las casi 2.000 personas que, por diversos motivos
–casi siempre relacionados con vínculos ancestrales– han decidido vivir en ese
remoto lugar habiendo tantísimo espacio vacío y fértil en la inmensa Argentina.
Está claro que la vida casi nunca se rige por la lógica. Basta asomarse a la
portada de cualquier periódico. No es necesario encaramarse hasta los 4.000
metros. Anoche dormí más tranquilo.
¡Menuda experiencia! No me extraña que anoche durmieras tranquilo, después de lo vivido. Lo que da que pensar es el esfuerzo de la Iglesia, en este caso de los Misioneros Claretianos como parte de la Iglesia, por llevar la Palabra de Dios, el consuelo, la misericordia... a cualquier lugar del mundo. Me alegra pensar en ello.
ResponderEliminar