Hace muchos años, cuando dejó de ser presidente del gobierno de España, Felipe González hizo unas declaraciones que reproduzco de memoria: “De ahora en adelante me gustaría parecerme a la Iglesia. Renuncio al poder para tener influencia”. A fe que el viejo político socialista se ha tomado en serio esta irónica frase. Me viene a
la memoria a propósito de un fenómeno que encuentro a menudo en comunidades
religiosas, asociaciones de todo tipo y también en la vida familiar y social.
Hay personas que ejercen poder porque han sido elegidas o designadas para ello.
Lo podrán hacer mejor o peor, pero hay una razón objetiva que avala su
liderazgo. Hay otras que no han sido elegidas ni designadas por quien puede
hacerlo, pero tratan siempre de imponerse en virtud de su estatura física, sus
cualidades intelectuales o morales… o sencillamente sus ganas de mandar. Estos
últimos son muy peligrosos. A veces ejercen su influencia de manera abierta,
incluso impositiva. Acaban haciéndose odiosos. Otras veces utilizan estrategias
más sutiles. La edad, el tiempo vivido en un lugar o la red de amistades se
convierten en factores que presionan para conseguir los propios objetivos.
Estos son los llamados “poderes fácticos”;
es decir, poderes que se imponen por la fuerza de ciertos hechos, no como fruto
de un discernimiento o una elección.
Hay poderes
fácticos que lo son casi inadvertidamente. Pero otros maquinan en la sombra
para salirse siempre con la suya. Mientras consiguen lo que quieren, adulan a
los poderes establecidos para lograr su aprobación. Cuando éstos no se amoldan
a sus exigencias, reaccionan con violencia. No es fácil lidiar con los “poderes
fácticos”. Uno corre el riesgo de quedar atrapado en sus redes. Lo ideal sería
hablar con transparencia, discernir juntos las situaciones y repartir
responsabilidades. Pero este método abierto no siempre funciona. Los “poderes
fácticos” casi nunca quieren renunciar voluntariamente a sus privilegios y
“derechos” adquiridos. Se han acostumbrado de tal manera a mandar, disponer,
influir en los otros, que casi no saben vivir de otra manera. El poder se ha
convertido para ellos en una especie de droga. Se requiere mucha humildad y
paciencia para canalizar su influencia hacia áreas inofensivas. Y, sobre todo,
es preciso que los “poderes establecidos” no renuncien a ejercer sus
responsabilidades por temor a ser ridiculizados o ignorados. La tensión está
servida.
Me he preguntado
con frecuencia por qué hay personas a las que les gusta tanto mandar. Cualquier
oficio que ejercen (profesor, párroco, superior de una comunidad, ecónomo,
director de una institución, etc.) se convierte en excusa para practicar una
especie de dictadura sobre los demás. Dan órdenes, imponen proyectos,
secuestran la opinión ajena, se arrogan privilegios y se enojan si alguien se
atreve a cuestionar sus métodos o a ofrecer una opinión distinta. Creo que, en
la mayoría de los casos, la razón última es una pobre personalidad. Sin el ejercicio
del poder, estas personas se sentirían mediocres, pocos las tendrían en cuenta.
Lo peor no es que existan personas de este tipo, sino que los demás caigamos en
la trampa de sus caprichos y arbitrariedades y les sigamos el juego. Se
requiere una respuesta valiente, pero sin provocar humillaciones. No hay nada que los
“poderes fácticos” teman más que ser humillados en público, que alguien desnude
su inconsistencia infantil. En fin, no sé si la entrada de hoy es fruto de la
altura en la que vivo los últimos días, pero me parece que nace de una
experiencia vivida a lo largo de muchos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.