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viernes, 17 de mayo de 2019

Los poderes fácticos

Hace muchos años, cuando dejó de ser presidente del gobierno de España, Felipe González hizo unas declaraciones que reproduzco de memoria: “De ahora en adelante me gustaría parecerme a la Iglesia. Renuncio al poder para tener influencia”. A fe que el viejo político socialista se ha tomado en serio esta irónica frase. Me viene a la memoria a propósito de un fenómeno que encuentro a menudo en comunidades religiosas, asociaciones de todo tipo y también en la vida familiar y social. Hay personas que ejercen poder porque han sido elegidas o designadas para ello. Lo podrán hacer mejor o peor, pero hay una razón objetiva que avala su liderazgo. Hay otras que no han sido elegidas ni designadas por quien puede hacerlo, pero tratan siempre de imponerse en virtud de su estatura física, sus cualidades intelectuales o morales… o sencillamente sus ganas de mandar. Estos últimos son muy peligrosos. A veces ejercen su influencia de manera abierta, incluso impositiva. Acaban haciéndose odiosos. Otras veces utilizan estrategias más sutiles. La edad, el tiempo vivido en un lugar o la red de amistades se convierten en factores que presionan para conseguir los propios objetivos. Estos son los llamados “poderes fácticos”; es decir, poderes que se imponen por la fuerza de ciertos hechos, no como fruto de un discernimiento o una elección.

Hay poderes fácticos que lo son casi inadvertidamente. Pero otros maquinan en la sombra para salirse siempre con la suya. Mientras consiguen lo que quieren, adulan a los poderes establecidos para lograr su aprobación. Cuando éstos no se amoldan a sus exigencias, reaccionan con violencia. No es fácil lidiar con los “poderes fácticos”. Uno corre el riesgo de quedar atrapado en sus redes. Lo ideal sería hablar con transparencia, discernir juntos las situaciones y repartir responsabilidades. Pero este método abierto no siempre funciona. Los “poderes fácticos” casi nunca quieren renunciar voluntariamente a sus privilegios y “derechos” adquiridos. Se han acostumbrado de tal manera a mandar, disponer, influir en los otros, que casi no saben vivir de otra manera. El poder se ha convertido para ellos en una especie de droga. Se requiere mucha humildad y paciencia para canalizar su influencia hacia áreas inofensivas. Y, sobre todo, es preciso que los “poderes establecidos” no renuncien a ejercer sus responsabilidades por temor a ser ridiculizados o ignorados. La tensión está servida.

Me he preguntado con frecuencia por qué hay personas a las que les gusta tanto mandar. Cualquier oficio que ejercen (profesor, párroco, superior de una comunidad, ecónomo, director de una institución, etc.) se convierte en excusa para practicar una especie de dictadura sobre los demás. Dan órdenes, imponen proyectos, secuestran la opinión ajena, se arrogan privilegios y se enojan si alguien se atreve a cuestionar sus métodos o a ofrecer una opinión distinta. Creo que, en la mayoría de los casos, la razón última es una pobre personalidad. Sin el ejercicio del poder, estas personas se sentirían mediocres, pocos las tendrían en cuenta. Lo peor no es que existan personas de este tipo, sino que los demás caigamos en la trampa de sus caprichos y arbitrariedades y les sigamos el juego. Se requiere una respuesta valiente, pero sin provocar humillaciones. No hay nada que los “poderes fácticos” teman más que ser humillados en público, que alguien desnude su inconsistencia infantil. En fin, no sé si la entrada de hoy es fruto de la altura en la que vivo los últimos días, pero me parece que nace de una experiencia vivida a lo largo de muchos años.

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