Hacer las cosas bien se ha convertido en un hecho extraordinario. Recuerdo que la primera vez que viajé a Alemania, una de mis primeras impresiones fue que las cosas funcionaban correctamente. Las puertas y ventanas ajustaban a la perfección, sin rendijas ni durezas. Los carpinteros habían hecho bien su trabajo. Los trenes salían
y llegaban a la hora prevista. Las calles estaban limpias y la gente se
comportaba con formalidad. Anoche vi con mis compañeros de la comunidad
claretiana de Bahía Blanca una película argentina titulada Mi obra maestra.
Uno de los protagonistas confiesa que le encanta Buenos Aires. En algunos
aspectos puede competir con cualquier gran ciudad europea, pero añade algo que
la hace más interesante y vivible: su decadencia calculada. De hecho, la película
cuenta una historia inverosímil en la que dos tipos “vivos” (en el sentido
argentino del término; es decir, astutos, aprovechados) –un pintor y un galerista amigo– se las arreglan para hacerse ricos
fingiendo la muerte del primero como resultado de un deterioro “calculado”. La decadencia del artista, como la de la ciudad, acaba siendo rentable. Me fui a la cama dando vueltas a un asunto
que, sin ser el centro de la película, me lo hizo revivir: la mediocridad que caracteriza
nuestro estilo de vida. Nos hemos acostumbrado a hacer las cosas a medias y de manera tramposa.
Pareciera que la persona más apreciada es aquella que ha aprendido a manejarse
en la vida a base de mañas, mentiras y apariencias.
¿Qué es la
mediocridad? Según el diccionario de la RAE, la palabra se refiere a la condición
de mediocre; es decir, algo o alguien “de poco mérito, tirando a malo”. Muchas
veces me he preguntado por qué tienen tanto éxito algunos programas de
televisión que son un monumento a la vulgaridad y a la falta de ingenio. Sigo sin
entender por qué ciertos libros mediocres se convierten en best sellers. O por qué personajillos de la farándula, que no
aportan apenas nada a la sociedad, son más populares que grandes científicos, pensadores y artistas que nos están ayudando a mejorar la vida. Pareciera que para ser
famoso hay que ser mediocre. Cuanto más te alejas de la excelencia, más
posibilidades tienes de alcanzar un cierto reconocimiento social. Es como si
aupando a algunos mediocres al mundo de los famosos, uno mismo tuviera más
argumentos para justificar su propia mediocridad. Lo que observo en la sociedad
(en la política, en la educación y en el arte) lo veo también, por desgracia,
en la Iglesia. Un campo paradigmático es la liturgia. En algunos lugares, da la
impresión de que el descuido, la fealdad y la improvisación se han convertido
en rasgos de una liturgia que pretende ser sencilla, inculturada, cercana al pueblo. Nada más
lejos de la realidad. Me parece que si algo ayuda a la gente –comenzando por
los más pobres– es celebrar una liturgia digna, bella, bien cuidada, atenta a
la verdad de los signos y a la realidad de las personas que se congregan. Algo
semejante podría decirse de la reflexión teológica y del ejercicio del
liderazgo. Contaminados por el ambiente general de mediocridad, nos contentamos
con cuatro tópicos de moda repetidos hasta la saciedad o con un acompañamiento
superficial de las personas. La mediocridad es la antesala de la disolución
porque convierte en admirable “lo que tiene poco mérito, tirando a malo”.
Una sociedad que quiera
progresar no puede hacer de la mediocridad su estilo de vida. Necesita apuntar
a la excelencia, tanto en el ejercicio profesional como, sobre todo, en la
forma de vivir. Excelencia no significa elitismo, aristocracia o distancia de los más
débiles. Excelencia significa desarrollar al máximo las propias capacidades,
poniéndolas al servicio de los demás. La excelencia tiene que ver con una
visión noble de la vida, con la confianza en los seres humanos, con el anhelo
de ser co-creadores en esta obra de Dios no terminada. Donde hay pasión por la
excelencia nos dejamos atraer por todo lo verdadero, bueno y bello que vemos en
las personas y situaciones. No nos resignamos a que las cosas continúen como
siempre, no aceptamos como normal el deterioro, la pasividad o la resignación. Frente
al “imperio de la mediocridad” necesitamos animarnos unos a otros a la “obra
bien hecha”: desde una comida hasta un trámite burocrático, un trabajo de albañilería
o fontanería, un escrito, una operación quirúrgica, una obra de arte o una
celebración litúrgica. El mundo sería un poco más habitable.
Estoy de acuerdo con tu reflexión. Me da la impresión que el "imperio de la mediocridad" es también en parte una rebelión contra la unión que hemos dado entre "excelencia" y "poder de superioridad". En muchos casos, incluso eclesiales, la llamada "excelencia" se convirtió de signo de privilegios, manipulación y distanciamiento de los más débiles y sencillos. No ha sido siempre fácil combinar la "excelencia" con la humildad y el servicio a los demás.
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