El V Domingo de Pascua me sorprende en Bahía Blanca, después de un alto fugaz en Buenos Aires. He pasado de las alturas de la puna a
un puerto de mar. Después de la sequedad de Humahuaca, agradezco la humedad de
esta ciudad atlántica fundada en 1828. Se respira mejor. La piel recobra su
tersura habitual. Las lecturas de este domingo nos invitan a caer en la cuenta
de que donde está Dios, todo es nuevo. Dios nunca es algo obsoleto. Es verdad
que muchas personas, sobre todo en Europa, tienen la sensación de que todo lo
referido a la fe y a la Iglesia está cubierto por una pátina que impide percibir
su novedad. Parece que la Iglesia va siempre a remolque de las “novedades” que
se abren paso en el mundo, como si padeciera una especie de pereza crónica para
admitir que las cosas cambian porque la vida es cambio continuo. Ayer la
Iglesia puso muchos reparos a los avances de la ciencia, de la democracia y de
las luchas obreras. Hoy parece reacia a subirse al carro de las
reivindicaciones de los movimientos ecologistas, feministas, LGTB, etc. No niego que a lo largo de la historia se han producido retrasos que obedecen a causas muy variadas, pero
también es verdad que las “luces rojas” que la Iglesia ha encendido ante
ciertos fenómenos –incomprendidas y rechazadas en su momento– se han mostrado
proféticas al cabo de los años. No toda novedad es, por el mero hecho de serlo,
un avance absoluto en la historia de la humanidad. Casi siempre las novedades
son hechos ambivalentes. Junto a notables progresos, esconden riesgos y
amenazas. Hay que ser muy ingenuos para pensar que la revolución industrial, la
democracia o la energía nuclear, por ejemplo, solo han traído beneficios a la humanidad.
Jesús nos ofrece el
mandamiento “nuevo” del amor como señal distintiva de que somos discípulos
suyos. El amor –y no otros signos externos– es, pues, el verdadero “logo” que
nos identifica como comunidad eclesial en un mundo diverso. A primera vista, no
se advierte en qué consiste la novedad. Algo semejante han afirmado otros líderes
religiosos a lo largo de la historia de la humanidad y también notables
pensadores y psicólogos. Pienso, por ejemplo, en la tesis que Erich Fromm
presenta en su famoso libro El
arte de amar. Jesús nos pide que nos amemos unos a otros “como yo os he amado”. En este “como yo” reside la novedad. Jesús nos
amó dando su vida, no simplemente inundándonos de vibraciones positivas y de
sentimientos blandos. Amar significa dar la vida. ¿No es ésta una novedad absoluta
en un mundo en el que todos luchamos por preservar nuestra vida a cualquier
precio, caiga quien caiga? ¿No es una novedad absoluta en un contexto cultural
en el que el amor se reduce a menudo a su versión romántica y sentimental?
Amar “como Jesús
nos ha amado” siempre resultará una novedad contracultural. No estamos
preparados para tanta novedad en un mundo individualista y hedonista. Sin
embargo, el Espíritu de Dios sigue suscitando –dentro y fuera de la Iglesia– personas
que están entregando su vida. Los ejemplos pueden multiplicarse hasta el
infinito. En mi viaje por el Cono Sur he sido testigo de muchas historias hermosas
de solidaridad y entrega. Por eso, nuestro mundo sigue en pie: porque el amor
es más fuerte que el egoísmo, la vida más fuerte que la muerte. Frente a todos
los contubernios políticos, económicos y científicos que pretenden hacer de
nuestro mundo una cárcel controlada, hay una corriente imparable de amor que
siempre acaba venciendo. Ni Auschwitz, ni los gulags soviéticos, ni el capitalismo salvaje, han tenido la última
palabra en la historia, por poderosos que puedan parecer.
Solo desde esta
clave se entiende el fragmento del Apocalipsis que nos propone la segunda
lectura de este domingo. Se nos habla de “un
cielo nuevo y de una tierra nueva”, de una “nueva Jerusalén”. Se dice que “todo
lo antiguo ha pasado” y que el que está sentado en el trono –es decir,
Jesús– “hace nuevas todas las cosas”. No hay nada más viejo que el pecado en
todas sus múltiples manifestaciones. Donde hay pecado, la vida se vuelve vieja,
ajada. No podemos imaginar un mundo “nuevo” basado en la dominación de los
fuertes sobre los débiles, en el control absoluto de las personas a través de
las tecnologías de la información, en la búsqueda desenfrenada de placeres o en la manipulación genética al servicio de estúpidos
ideales transhumanos.
Solo hay verdadera novedad donde los seres humanos
aprendemos a amarnos unos a otros “como Jesús
nos ha amado”. Por eso, los hombres y mujeres más “nuevos”, más modernos,
no son quienes exhiben el último modelo de teléfono móvil o se apuntan a la última
campaña ecologista o feminista, sino quienes, en el anonimato de vidas sin
aparente relieve, se dedican a amar de verdad, a preocuparse de los más débiles,
a entregar lo que tienen y son. Estas personas son la verdadera vanguardia de
la historia, las que, con la fuerza del Espíritu de Jesús, construyen un cielo
nuevo y una tierra nueva. No importa si no visten a la moda o no saben usar un
ordenador. La novedad que Jesús propone no tiene nada que ver con la obsesión
por estar “a la última” porque lo más último y definitivo es siempre el amor;
es decir, Dios.
Me lleva a pensar en:
ResponderEliminar- Que hay momentos en los que creemos amar y nos estamos amando a nosotros mismos…
- Que, como Jesús, nos encontramos frente a personas que rehúsan el amor, no se dejan amar y, a pesar de todo, si queremos ser fieles a Jesús, hay que continuar amando, sin quedarnos atascados en las frustraciones que podamos tener por el camino.
- Que realmente, el amor, puede cambiar lo más inverosímil.
Gracias Gonzalo, por tu reflexión. Continua con tu entrega que, con ella, haces posibles muchos cambios.