El fin de semana pasado en Andacollo ha sido pródigo en acontecimientos a los que no estoy muy acostumbrado. La visita al célebre santuario mariano me ha permitido acercarme, una vez más, al fenómeno de
la religiosidad
popular. Si es cierto –como afirma un investigador británico– que los
humanos no sabemos vivir sin dioses, resulta más fácil comprender el
ensamblaje entre las tradiciones religiosas autóctonas de los pueblos andinos, los elementos de la revelación cristiana y las nuevas búsquedas espiritales. Uno podría afirmar que “La Chinita” –así
es como se conoce popularmente a la Virgen de Andacollo– no es más que una
deidad andina asociada a la madre de Jesús, pero tal juicio precipitado
supondría una simplificación intolerable. Que el cristianismo ha hundido sus
raíces en un terreno religioso es evidente, pero que se haya producido una
mera yuxtaposición y no una fecundación es algo más cuestionable. La Iglesia,
que en un tiempo no muy lejano fue reacia a algunas manifestaciones de
religiosidad popular por considerarlas semipaganas y carentes de espíritu
litúrgico, se muestra desde hace décadas mucho más abierta. Mi opinión es que a
veces pareciera que se trata de dos vías paralelas que solo se tocan
tangencialmente. Intuyo, sin embargo, que hay más hondura y riqueza de lo que yo logro percibir. La gente sencilla sigue indicándonos el camino.
Ayer por la tarde
participé en la fiesta patronal de la aldea de El
Toro. Hubo misa y procesión con la Cruz, la Virgen y san Antonio de
Padua. Hubo danzas y un atronador redoble de tambores a cargo de algunos jóvenes entusiastas. Veía a la gente contenta,
pero con esa contención típica de las gentes del norte y de la montaña. Entre
la ciudad de Andacollo y la aldea de El Toro se encuentra la
mina de cobre en la que trabajan muchas personas de ambas poblaciones.
Impresiona contemplar el enorme cráter provocado por las excavaciones.
Vehículos pesados suben los caminos en espiral con los materiales extraídos. La
mina es para toda la comarca fuente de vida (por los salarios y ayudas que proporciona)
y también causa de muerte (por la contaminación que provoca). No es extraño,
pues, que se den siempre opiniones encontradas cuando se aborda este asunto. Mientras
no haya otras posibilidades de trabajo para la gente de la zona, será difícil
escuchar críticas por parte de los lugareños. Son casi siempre “los de fuera”
quienes desenmascaran los intereses de las empresas extractoras en colaboración
con el Estado chileno.
Pero lo que más
me impactó de la jornada de ayer fue un encuentro fortuito a primera hora de la
tarde. Apenas terminada la misa y la procesión hasta la basílica menor de
Andacollo, se me acercó una señora pidiéndome hablar conmigo “un minuto”. Es
obvio que este tipo de “minutos” tienen mucho más de 60 segundos. Era una señora
de mediana edad, corpulenta y de maneras rotundas. No me dijo su profesión,
pero intuí que se mueve en el campo de la docencia. La gente rondaba alrededor.
Me sugirió que nos retiráramos hacia uno de los brazos laterales de la
basílica. No le importó mucho que otras personas me reclamaran. Sin muchos
preámbulos, comenzó aludiendo a mi homilía. Me dijo que se permitía disentir
con algo de lo que yo había dicho. Le contesté que estaba en su perfecto
derecho y que a mí no me molesta en absoluto que alguien tenga oponiones distintas. A partir de ese momento, inició una cascada verbal a la que yo asistí
en silencio. Pronto me di cuenta de que, en realidad, la referencia a mi homilía
no era más que una excusa para arremeter contra los sacerdotes. En el contexto
por el que atraviesa la Iglesia chilena, muchos laicos están liberando a borbotones la rabia
acumulada. Es como si, tras años, siglos, de clericalismo, sintieran que ha
llegado la hora del desquite.
Es probable que
la mujer estuviera esperando una reacción por mi parte. Y la tuvo. Consistió en
una escucha atenta y un permanente contacto visual. En algún momento intuí que quería
humillarme, demostrar lo valiente que era y lo bien preparada que estaba, pero
no entré a ese trapo. Cuando se dio cuenta de que no iba a haber batalla verbal,
cambió de terció. Empezó a insistir en la importancia de asegurar una buena
educación a los niños y jóvenes para afrontar un futuro mejor. Según ella, los
sacerdotes tenemos una especial responsabilidad en ese terreno. Al final,
pasados unos diez minutos (lo del minuto inicial era un género literario), me
dio las gracias por haberla escuchado. El encuentro no pasó de ser una anécdota
de las muchas que nos suceden a los sacerdotes, pero me hizo comprender hasta
qué punto muchas personas acumulan un gran resentimiento hacia la Iglesia, no
tanto por los escándalos producidos por algunos clérigos, sino, sobre todo, por
la arrogancia con la que a veces nos conducimos quienes tendríamos que ser
expertos en el arte de la escucha. Tenemos mucho que aprender.
Buenos días amigo Gonzalo. En primer lugar, felicitarte por la compostura y gran actitud mostrada ante las duras críticas de la mujer. La cual no ha hecho más que emitir las dudas y el enfado que puede sentir mucha gente con actitudes de personas cercanas a la Iglesia y con la propia Iglesia.
ResponderEliminarSe antoja importante un clima de mayor escucha, acompañamiento espiritual y apertura por parte de los sacerdotes y otros miembros de la Iglesia católica.
Te mando un fuerte abrazo y felicidades por tu actitud.
Pablo Melero Vallejo