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lunes, 6 de mayo de 2019

Desahogo después de misa

El fin de semana pasado en Andacollo ha sido pródigo en acontecimientos a los que no estoy muy acostumbrado. La visita al célebre santuario mariano me ha permitido acercarme, una vez más, al fenómeno de la religiosidad popular. Si es cierto –como afirma un investigador británico– que los humanos no sabemos vivir sin dioses, resulta más fácil comprender el ensamblaje entre las tradiciones religiosas autóctonas de los pueblos andinos, los elementos de la revelación cristiana y las nuevas búsquedas espiritales. Uno podría afirmar que “La Chinita” –así es como se conoce popularmente a la Virgen de Andacollo– no es más que una deidad andina asociada a la madre de Jesús, pero tal juicio precipitado supondría una simplificación intolerable. Que el cristianismo ha hundido sus raíces en un terreno religioso es evidente, pero que se haya producido una mera yuxtaposición y no una fecundación es algo más cuestionable. La Iglesia, que en un tiempo no muy lejano fue reacia a algunas manifestaciones de religiosidad popular por considerarlas semipaganas y carentes de espíritu litúrgico, se muestra desde hace décadas mucho más abierta. Mi opinión es que a veces pareciera que se trata de dos vías paralelas que solo se tocan tangencialmente. Intuyo, sin embargo, que hay más hondura y riqueza de lo que yo logro percibir. La gente sencilla sigue indicándonos el camino. 

Ayer por la tarde participé en la fiesta patronal de la aldea de El Toro. Hubo misa y procesión con la Cruz, la Virgen y san Antonio de Padua. Hubo danzas y un atronador redoble de tambores a cargo de algunos jóvenes entusiastas. Veía a la gente contenta, pero con esa contención típica de las gentes del norte y de la montaña. Entre la ciudad de Andacollo y la aldea de El Toro se encuentra la mina de cobre en la que trabajan muchas personas de ambas poblaciones. Impresiona contemplar el enorme cráter provocado por las excavaciones. Vehículos pesados suben los caminos en espiral con los materiales extraídos. La mina es para toda la comarca fuente de vida (por los salarios y ayudas que proporciona) y también causa de muerte (por la contaminación que provoca). No es extraño, pues, que se den siempre opiniones encontradas cuando se aborda este asunto. Mientras no haya otras posibilidades de trabajo para la gente de la zona, será difícil escuchar críticas por parte de los lugareños. Son casi siempre “los de fuera” quienes desenmascaran los intereses de las empresas extractoras en colaboración con el Estado chileno.

Pero lo que más me impactó de la jornada de ayer fue un encuentro fortuito a primera hora de la tarde. Apenas terminada la misa y la procesión hasta la basílica menor de Andacollo, se me acercó una señora pidiéndome hablar conmigo “un minuto”. Es obvio que este tipo de “minutos” tienen mucho más de 60 segundos. Era una señora de mediana edad, corpulenta y de maneras rotundas. No me dijo su profesión, pero intuí que se mueve en el campo de la docencia. La gente rondaba alrededor. Me sugirió que nos retiráramos hacia uno de los brazos laterales de la basílica. No le importó mucho que otras personas me reclamaran. Sin muchos preámbulos, comenzó aludiendo a mi homilía. Me dijo que se permitía disentir con algo de lo que yo había dicho. Le contesté que estaba en su perfecto derecho y que a mí no me molesta en absoluto que alguien tenga oponiones distintas. A partir de ese momento, inició una cascada verbal a la que yo asistí en silencio. Pronto me di cuenta de que, en realidad, la referencia a mi homilía no era más que una excusa para arremeter contra los sacerdotes. En el contexto por el que atraviesa la Iglesia chilena, muchos laicos están liberando a borbotones la rabia acumulada. Es como si, tras años, siglos, de clericalismo, sintieran que ha llegado la hora del desquite.

Es probable que la mujer estuviera esperando una reacción por mi parte. Y la tuvo. Consistió en una escucha atenta y un permanente contacto visual. En algún momento intuí que quería humillarme, demostrar lo valiente que era y lo bien preparada que estaba, pero no entré a ese trapo. Cuando se dio cuenta de que no iba a haber batalla verbal, cambió de terció. Empezó a insistir en la importancia de asegurar una buena educación a los niños y jóvenes para afrontar un futuro mejor. Según ella, los sacerdotes tenemos una especial responsabilidad en ese terreno. Al final, pasados unos diez minutos (lo del minuto inicial era un género literario), me dio las gracias por haberla escuchado. El encuentro no pasó de ser una anécdota de las muchas que nos suceden a los sacerdotes, pero me hizo comprender hasta qué punto muchas personas acumulan un gran resentimiento hacia la Iglesia, no tanto por los escándalos producidos por algunos clérigos, sino, sobre todo, por la arrogancia con la que a veces nos conducimos quienes tendríamos que ser expertos en el arte de la escucha. Tenemos mucho que aprender.

1 comentario:

  1. Buenos días amigo Gonzalo. En primer lugar, felicitarte por la compostura y gran actitud mostrada ante las duras críticas de la mujer. La cual no ha hecho más que emitir las dudas y el enfado que puede sentir mucha gente con actitudes de personas cercanas a la Iglesia y con la propia Iglesia.

    Se antoja importante un clima de mayor escucha, acompañamiento espiritual y apertura por parte de los sacerdotes y otros miembros de la Iglesia católica.

    Te mando un fuerte abrazo y felicidades por tu actitud.

    Pablo Melero Vallejo

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