El viernes por la noche llegué a Andacollo, una pequeña ciudad chilena famosa por sus minas de cobre y oro. Desde 1901, los claretianos
nos ocupamos del santuario dedicado a Nuestra
Señora de Andacollo. No es fácil describir este epicentro de
religiosidad popular. El lunes escribiré algo sobre mis impresiones, consciente
de que solo se atreve a hacerlo quien conoce poco. Los verdaderos expertos
suelen ser muy parcos.
El relato evangélico
de este III
Domingo de Pascua es una joya que no siempre sabemos apreciar. Consta
de dos partes bien diferenciadas. En la primera, se narra una pesca abundante;
en la segunda, Jesús encarga a Pedro el cuidado de su comunidad. Me detengo solo en la primera parte. Como sucede en
todas las narraciones del cuarto evangelio, los elementos históricos y teológicos
se funden en textos cargados de símbolos. Si queremos entender el pasaje de hoy
como un crónica periodística, tendremos que enfrentarnos a varias dificultades.
Para empezar, resulta sorprendente que, después de algunas manifestaciones del
Resucitado, los discípulos sigan sin reconocerlo. Leyendo el texto, un lector
moderno tiene la impresión de que, en realidad, nunca lo han visto antes. Resulta
poco convincente que se maravillen de una pesca abundante, cuando Lucas dice
que ya habían sido testigos de un acontecimiento parecido (cf. Lc 5,1-11). La pregunta más desconcertante es: ¿qué sentido
tiene que Pedro y los otros apóstoles fueran a Galilea para reanudar su vida
como pescadores si ya se habían dedicado por completo al anuncio del Evangelio
después de la Pascua?
En realidad, la intención del Evangelio de Juan no es
contarnos una crónica de lo que sucedió en el pasado, sino hacernos ver cómo el
Resucitado se hace presente en la misión de la Iglesia “en un día laborable”,
no solo en el momento de la reunión semanal de la comunidad, como veíamos el
domingo pasado. Los siete discípulos mencionados simbolizan a toda la comunidad
eclesial en su diversidad de tipos y funciones. Jesús no llama solo a los perfectos y bien equipados,
sino a todos. La escena sucede en el mar, símbolo del medio hostil. Nuestra
misión de “pescadores de hombres” no se realiza en la tranquilidad de un lago
en calma, de una sociedad dispuesta a escuchar el mensaje, sino en las contradicciones de la vida cotidiana. Y ahora viene la
sorpresa. Cuando queremos realizar nuestra misión valiéndonos solo de nuestras
capacidades, programaciones y experiencias, el resultado es una pesca infructuosa.
Solo cuando confiamos en la palabra del Maestro (“Sin mí no podéis hacer nada”)
se produce un resultado sorprendente: 150 (50x3+3) peces; es decir, todo el
mundo. El trabajo se cierra entonces con un “desayuno ecológico”, con el pan
gratuito de la Eucaristía unido al pescado fruto del esfuerzo.
¿No ilumina este
relato lo que hoy nos está pasando en la Iglesia? Quizás nunca como ahora hemos
tenido tantos documentos inspiradores, planes, programaciones, estrategias,
etc. Y, sin embargo, tenemos la impresión de que son pocos los que creen en
Jesús y se unen a su comunidad. ¿No tendríamos que realizar una “pesca”, una
evangelización, menos programática y más basada en una relación personal con
Jesús de la que surge una gran confianza en la fuerza soberana de su palabra?
¿No nos hemos convertido muchos evangelizadores en “agentes pastorales” olvidando
que lo fundamental es ser “amigos de Jesús”? ¿No hemos creído demasiado en la
eficacia de nuestras reuniones, viajes y ONGs, dejando en un segundo plano la
relación personal con el verdadero responsable de la “pesca”? Somos libres de
hacer lo que nos parezca más adecuado, pero el Evangelio nos señala claramente el
camino. Nunca es tarde para reaccionar.
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