Mi viaje por tierras del Cono Sur apenas me deja tiempo para escribir. Hace un par de horas he viajado de Córdoba a Buenos Aires. Ahora espero el vuelo para Montevideo en el
Aeroparque
Jorge Newbery. Aprovecho para leer y responder correos. Los cinco días
pasados en la docta Córdoba me han puesto en contacto con muchas personas y
situaciones. He podido conocer a los jóvenes claretianos en formación, visitar
el centro
donde estudian filosofía y teología, recibir la primera profesión de uno
de ellos, conocer el barrio marginal en el que trabajan, compartir con el
consejo de gestión del colegio Corazón de María
de Alta Córdoba y conocer El Tambo, un centro universitario
llevado por los claretianos desde hace casi 50 años. Una de las noches han
robado en la comunidad en la que me hospedaba. Y unos días antes, un grupo de
unas seis personas asaltó otra de nuestras comunidades, amordazó a uno de los
claretianos y se llevó el dinero reservado para las obras que se estaban
haciendo en la casa. Este cóctel de experiencias me ayuda a a estar abierto a
las diversas caras de la vida.
Mientras digiero
lo vivido y me preparo para nuevos encuentros, caigo en la cuenta de que
estamos a las puertas de la Semana Santa. Leo que el
papa Francisco se ha arrodillado para besar los pies de las autoridades
de Sudán del Sur. Es una forma de instarles a trabajar por la paz en ese
torturado y pobre país. Imagino que el gesto recibirá interpretaciones de todos
los colores. Algunos lo considerarán un gesto profético y a otros les parecerá una
muestra más de populismo bergogliano. Desde hace mucho tiempo, la figura del
papa no es intocable. Se ha convertido en una pantalla en la que se proyectan
con facilidad las filias y fobias de cada uno. La Semana Santa es, entre otras
cosas, un tiempo que pone también a prueba nuestras traiciones y adhesiones.
Celebrar cada año la pasión, muerte y resurrección de Jesús nos confronta –por acción
u omisión– con la verdad que mueve nuestra vida. Se podría hablar incluso de
una Semana Santa para ateos. Un claretiano chileno ha escrito algo sobre esto
en su cuenta de Facebook.
Este pequeño
aeropuerto en el corazón del gran Buenos Aires está muy tranquilo a esta
primera hora de la tarde. Somos pocos los que esperamos el vuelo a Montevideo. Esto
me permite escribir con calma, aunque sin un claro hilo conductor. Rodeado de
pantallas y tiendas, me cuesta hacerme a la idea de la inminencia de la Semana
Santa. Cuando uno se mueve de un lado para otro, pierde un poco la noción del
tiempo y el espacio. No es posible seguir un horario regular. Hay que estar a
la que salta, sacar provecho de lo que sucede, leer entre líneas, hacer ajustes
permanentes. También la Semana Santa se puede vivir en un contexto de cambios
continuos. En ese caso, el acento no recae en la preparación minuciosa de las
celebraciones litúrgicas o en los largos tiempos de meditación. El recuerdo de
los últimos días de Jesús se convierte en la clave para interpretar las
pasiones, muertes y resurrecciones de las personas con las que uno se
encuentra. ¿Qué sentido tiene añorar una hermosa celebración litúrgica cuando
una persona te está compartiendo el drama que vive? En ese momento, el Cristo
que sufre y muere adquiere el rostro de un muchacho de 23 años que se debate
entre el suicidio y la lucha por seguir adelante. Las cosas cambian. La Semana Santa se vuelve interpelante. Y uno aprende.
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