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jueves, 11 de abril de 2019

Las otras semanas santas

Mi viaje por tierras del Cono Sur apenas me deja tiempo para escribir. Hace un par de horas he viajado de Córdoba a Buenos Aires. Ahora espero el vuelo para Montevideo en el Aeroparque Jorge Newbery. Aprovecho para leer y responder correos. Los cinco días pasados en la docta Córdoba me han puesto en contacto con muchas personas y situaciones. He podido conocer a los jóvenes claretianos en formación, visitar el centro donde estudian filosofía y teología, recibir la primera profesión de uno de ellos, conocer el barrio marginal en el que trabajan, compartir con el consejo de gestión del colegio Corazón de María de Alta Córdoba y conocer El Tambo, un centro universitario llevado por los claretianos desde hace casi 50 años. Una de las noches han robado en la comunidad en la que me hospedaba. Y unos días antes, un grupo de unas seis personas asaltó otra de nuestras comunidades, amordazó a uno de los claretianos y se llevó el dinero reservado para las obras que se estaban haciendo en la casa. Este cóctel de experiencias me ayuda a a estar abierto a las diversas caras de la vida.

Mientras digiero lo vivido y me preparo para nuevos encuentros, caigo en la cuenta de que estamos a las puertas de la Semana Santa. Leo que el papa Francisco se ha arrodillado para besar los pies de las autoridades de Sudán del Sur. Es una forma de instarles a trabajar por la paz en ese torturado y pobre país. Imagino que el gesto recibirá interpretaciones de todos los colores. Algunos lo considerarán un gesto profético y a otros les parecerá una muestra más de populismo bergogliano. Desde hace mucho tiempo, la figura del papa no es intocable. Se ha convertido en una pantalla en la que se proyectan con facilidad las filias y fobias de cada uno. La Semana Santa es, entre otras cosas, un tiempo que pone también a prueba nuestras traiciones y adhesiones. Celebrar cada año la pasión, muerte y resurrección de Jesús nos confronta –por acción u omisión– con la verdad que mueve nuestra vida. Se podría hablar incluso de una Semana Santa para ateos. Un claretiano chileno ha escrito algo sobre esto en su cuenta de Facebook.

Este pequeño aeropuerto en el corazón del gran Buenos Aires está muy tranquilo a esta primera hora de la tarde. Somos pocos los que esperamos el vuelo a Montevideo. Esto me permite escribir con calma, aunque sin un claro hilo conductor. Rodeado de pantallas y tiendas, me cuesta hacerme a la idea de la inminencia de la Semana Santa. Cuando uno se mueve de un lado para otro, pierde un poco la noción del tiempo y el espacio. No es posible seguir un horario regular. Hay que estar a la que salta, sacar provecho de lo que sucede, leer entre líneas, hacer ajustes permanentes. También la Semana Santa se puede vivir en un contexto de cambios continuos. En ese caso, el acento no recae en la preparación minuciosa de las celebraciones litúrgicas o en los largos tiempos de meditación. El recuerdo de los últimos días de Jesús se convierte en la clave para interpretar las pasiones, muertes y resurrecciones de las personas con las que uno se encuentra. ¿Qué sentido tiene añorar una hermosa celebración litúrgica cuando una persona te está compartiendo el drama que vive? En ese momento, el Cristo que sufre y muere adquiere el rostro de un muchacho de 23 años que se debate entre el suicidio y la lucha por seguir adelante. Las cosas cambian. La Semana Santa se vuelve interpelante. Y uno aprende.


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