Leo en un periódico digital español que, según algunos estudios sociológicos recientes, la mitad de los jóvenes españoles no cree en Dios. Me entristece el dato, pero no me extraña. Se enmarca en las tendencias europeas de las últimas décadas. Creo que
la fe en Dios no se puede medir con baremos demoscópicos, pero –como decían los
clásicos– “contra factum non est
argumentum” (no se puede ir contra los hechos). Acepto que las cosas están así.
Me pregunto qué significa esta tendencia. Me pregunto incluso hasta qué punto
soy responsable de la situación que vivimos. Si la fe es, entre otras cosas, fruto
del testimonio de quienes creen, tal vez mi testimonio está siendo débil,
desdibujado, insuficiente. Sé, sin embargo, que la explicación de este fenómeno
de indiferencia creciente se debe a múltiples factores, no solo a uno. A veces
me pregunto por qué Europa ha decidido suicidarse. Las batallas por la
legalización del aborto y la eutanasia son síntomas de una cultura que no sabe
qué hacer con la vida, que encuentra dificultades para manejar el principio y
el final de la existencia, que no sabe cómo orientar el intermedio. No se viven las cosas así en
otras partes del mundo. Conviene recordarlo para no sentirnos el ombligo del planeta.
Pero voy más
lejos. Cuando leo encuestas en las que se pregunta si la gente cree en la
existencia de Dios, experimento una mezcla de tristeza y de rabia. ¿Quiénes
somos nosotros para determinar si Dios existe o no? ¿Es que acaso la existencia
de Dios depende de los resultados de una votación popular? Es algo bastante
ridículo. Me recuerda a la actitud de algunos adolescentes que, cuando se
enfadan con su padre, le espetan un “Tú no eres mi padre”, como si su enojo tuviera el poder de cambiar las cosas. Se trata de un
desahogo que no puede eliminar un hecho biológico patente. Los desahogos y opiniones
son comprensibles, incluso necesarios, pero no alteran la realidad. Creo que con Dios sucede algo
semejante. Podemos ignorarlo o negarlo. Podemos enojarnos con él. Podemos
presumir de que somos adultos y ya no necesitamos ninguna dependencia infantil.
Podemos afirmar, con cierta suficiencia, que una persona crítica no cree en
mitos heredados de culturas precientíficas. Podemos tener las actitudes que nos
parezcan más racionales y coherentes, pero eso no modifica la realidad. Es como si dijéramos
que no creemos en el aire que respiramos porque no podemos verlo con nuestros
ojos. Eso no significaría que el oxígeno dejaría de entrar en nuestros pulmones.
El hombre moderno cree que las cosas existen en la medida en que él las admite
o configura. El subjetivismo se ha erigido en religión incuestionable,
pero me parece que no es más que una etapa necesaria en la evolución de la especie
humana. No siempre ha sido así y no siempre será.
Conviene aceptar
los datos de las encuestas, pero no sustituir unos dogmas doctrinales por otros sociológicos. La existencia
de Dios y su conexión con los seres humanos no depende de nuestros vaivenes
intelectuales y emocionales. No somos tan importantes y autosuficientes como
para decirle al Creador que, de ahora en adelante, en virtud de una encuesta popular, hemos decidido no ser
criaturas y arreglárnoslas solos. Este arrojo moderno, visto con perspectiva,
tiene mucho de pueril y ridículo, aunque se revista de madurez y espíritu crítico. Me pregunto, de todos modos, cómo reaccionaría Jesús ante las encuestas citadas, con qué actitud se acercaría
a ese 50% de jóvenes que dicen no creer en Dios. Desde luego, no les reprocharía
su falta de fe. Los miraría con cariño y les ayudaría a explorar a fondo su
interioridad. Los acompañaría en un viaje hacia el centro de todo. Sostendría
con paciencia sus búsquedas, aceptaría sus preguntas, les formularía otras
nuevas, no se cansaría de sus insolencias, los colocaría frente a las cuerdas
de experiencias decisivas y, en cualquier caso, respetaría siempre su libertad.
En Dios no se cree “por imperativo legal” o por impregnación cultural. En Dios
se cree por apertura cordial al Misterio que nos envuelve. A Dios se llega por
el camino del amor. Ubi caritas et amor,
Deus ibi est. Es casi imposible tener una experiencia genuina de amor y no
creer en quien es la fuente del amor que existe en el mundo.
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